Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 298. ENERO — FEBRERO. Año 1995
0. SUMARIO
LLAMADOS a la vida, habría un modo de estar en el mundo casi vegetativo y de movernos en él, ni libres ni esclavos, pero sí despersonalizados de nuestra condición cristiana, somnolentes y dejados llevar por la corriente de lo más fácil o placentero, degradando, al fin, la razón última de existir, vueltos al paganismo. Pero la vida de los hijos de Dios, ya en la misma tierra, está llamada a la trascendencia, más allá de sí misma, para que se pueda convertir en respuesta gozosa y agradecida a quien nos la dio. En el fondo, se trata, como en los primeros seguidores de Cristo y en los santos, de una respuesta de la fe en Dios y en su amor, que concierne a todos los bautizados.
PARA LA UNIÓN DE LAS IGLESIAS
FE
NEWMAN Y CONGAR
LOS INTERESES CREADOS Y SAN FELIPE NERI
«EL SANTO DE LA ALEGRÍA»
EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Y EL ORATORIO
SEBASTIÁN VALFRÈ
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1. Tiempo de oración: PARA LA UNIÓN DE LAS IGLESIAS
Dios mío, creador del hombre, que sólo has podido recibir una alabanza digna ―o menos indigna― multiplicando las especies, las razas y las naciones; que de esta manera, no sólo has manifestado una parte de tu gloria, sino toda la riqueza de tu creación y, principalmente, de tu criatura racional; que quisiste que tu Iglesia, desde sus mismos orígenes, hablara todas las lenguas, y no para que perturbara la expresión de la verdad, ni, con mayor motivo, para que no falseara la verdad misma, sino para que la verdad, que sólo la Iglesia debe proclamar, fuera entendida por cuantos hombres la oyeran: te pedimos que ensanches nuestros corazones para que sepamos hacernos comprender por los hombres y también nosotros les comprendamos a ellos, a todos ellos. Dios mío, me doy cuenta de mi pequeñez y pobreza, pero tú puedes dilatar abrir mi corazón para que alcance la medida de las necesidades del mundo. Esas necesidades que no se ocultan a tus ojos; que son muchas, y más de las que yo pueda conocer bien y expresar. Señor, danos muchos obreros y, sobre todo, obreros que se presten al trabajo con un gran corazón. Porque el tiempo apremia y hay mucho trabajo por hacer. Trabajos inmensos, misiones desproporcionadas para hombres como nosotros.
¡Ayúdanos, Señor: ensancha, purifica, organiza, inflama, llena de prudencia, aviva nuestras pobres almas!
Yves Congar 2
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2. Fe
LA BIENAVENTURANZA de la pobreza inaugura el «Sermón de la Montaña»; pero no es la primera bienaventuranza del Nuevo Testamento. La sola pobreza sin fe, está muy próxima de la miseria, salvo que la remedie el amor cristiano, si reacciona al reto que la provoca. De otro modo, la miseria tiene poco que ver con la virtud. La primera bienaventuranza del Evangelio es la de la fe de los que creen y confían en Dios y se someten a sus designios, cuyo contenido es siempre de gracia y bendición. Esta bienaventuranza de la fe se estrenó en la Virgen: «Bienaventurada tú, porque has creído». Por eso ella es la primera cristiana e imagen de la Iglesia.
La pobreza del Evangelio es la prueba a que ha de ser sometido el cristianismo sincero, es la piedra de toque infalible de la verdadera fe. Todo alarde de fidelidad a Dios, al margen de la pobreza como virtud cristiana, es degeneración farisaica, coloración de piedad, religiosidad desvanecida, o sucedáneo supersticioso.
La creación entera trasluce la huella de Dios, de quien todo procede. Esta visión de fe obliga a tratarlo todo, y tratarnos, con el respeto al Creador, sin distraernos de quien es el fin de todo: el resto son medios. Como medios, no pueden absolutizarse, no pueden dominarnos ni someternos, sino que, pasando por ellos como tales medios, o pasando de ellos porque no pueden ser nuestros fines, hemos de «poner sólo en Dios todo nuestro corazón», al modo como la Iglesia, por la voz de la liturgia, nos recuerda y nos enseña a pedirlo con insistencia. Cualquier pretensión que nos llevara a querer instalarnos en un cielo anticipado, artificial, representaría una negación o enfriamiento en la fe. De esta seducción nos libra, desde la inteligencia, la fe, y desde lo sensible y práctico de la vida, la austeridad y el desprendimiento. Sólo entonces somos libres para crecer en el amor. La pobreza espiritual no representa un desprecio de lo creado, sino, por el contrario, su valoración sopesada y justa, para situarnos, sin ataduras, en la perspectiva de Dios. Sólo así, lo creado realza la gloria de Dios; sólo así, el hombre, como diría san Ireneo, «es en la tierra la gloria de Dios»; y el resto, providencia de Dios.
{3} Pero el espectáculo del mundo no nos ayuda cuando se nos representa como un cielo en la tierra, al dinero como su dios, que tan a menudo proclama su eficacia «para hacer el bien». Esta tesis en peligrosísima, porque sólo es capaz de encender luminarias de paja, esplendor momentáneo. La historia e pródiga en ejemplos ni pesar de no quererlo reconocer, cuando se trata de que cada uno se los aplique a si mismo.
La vanidad organiza y difunde la propia fama, crea las apariencias de triunfo y la búsqueda del aplauso temporal, para captar a indecisos y medrosos, y hasta los cristianos somos tentados, y no siempre libres de pecado, confundiendo evangelización con propaganda, apostolado con seducción, razón con fuerza, y verdad con lo que avalan las estadísticas. Decimos que «a fin de bien», pero olvidamos demasiado deprisa el ejemplo que Dios mismo nos dejó al entrar en nuestra historia para inaugurar la misión que ahora hemos de cumplir, por mandato suyo, como Iglesia, y precisamente como "su" Iglesia. Reducimos, con frecuencia, la religión u problema político, y éste, más que como preocupación por el bien público, lo valoramos, como poder de medro, en rivalidad con el adversario que nos lo discuta o dificulte. Olvidamos que, con dinero y poder, se pueden comprar votos, se pueden hacer favores para captar adeptos, se pueden recomendar a amigos para comprometer gratitudes y hacer clientelas, pero no se pueden hacer cristianos. Tal vez si asociaciones filantrópicas dudosamente desinteresadas; o sociedades anónimas, o círculos culturales, o gremios profesionales, o partido, o sindicatos; pero no cristianos. Solamente es cristiano el que nace a la fe en Jesucristo. Esta fe no es un adhesivo, sino fuerza divina que transforma.
Dios que quiso nacer pobre, que no se apoyó en los poderosos, ni en el aparente rigor farisaico, si volviera ¿«encontraría todavía fe en la tierra»? Seguramente sí, pero no en el fragor mundano, sino en los más humildes... como la primera vez que vino.
En el transcurso de veinte años han muerto en todo el mundo, como mártires de la fe, 280 cristianos, de los cuales la inmensa mayoría fueron religiosos y religiosas, sin contar a otros muchos encarcelados y perseguidos; no obstante que en la Iglesia, quienes profesan la vida de total entrega a Dios, abrazando la radicalidad del Evangelio, representan una ínfima minoría del 0.12 por ciento del total.
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3. Newman y Congar, hombres de esperanza
EL PROFETA es un creyente que piensa en la eternidad, no como futuro, sino con la fe que presentifica incluso el pasado y que es absorbida en la visión totalizadora de Dios en quien todos los planos convergen, en síntesis anticipada, que sólo el místico puede intuir y convertir en vida y talante. La palabra "carisma" veces trivializada corresponde al profeta, porque Dios lo suscita en las manifestaciones extraordinarias de sus dones, para bien de toda la Iglesia, aunque los comunique por sólo uno o algunos de sus miembros. El profeta siempre sorprende, como cuando Jesús hablaba el sábado en la sinagoga de Nazaret y algunos no creían (cf.
Mc 6, 1-6). Entre los que se resisten a creer no todos son culpables. Sucede, a veces, que a los reticentes les falta, de momento, perspectiva.
En el Antiguo Testamento y en la historia de la Iglesia no faltan ejemplos de incomprensión, y hasta el rechazo, e incluso de verdadera persecución. Esta suele ser la cruz de los verdaderos profetas; pero también el crisol que los ha purificado.
No hay profetismo de logros inmediatos. Lo contrario sería sospechoso. Los profetas son hombres de esperanza, con la impaciencia serena, aprendida en la de Abraham y los justos del A. T., que «vieron desde lejos los días del Señor y se alegraron». Newman pensaría en estas palabras de Jesús cuando, incomprendido, trabajaba por el Reino «con los ojos puestos en un día aún lejano, en el que yo ya no estaré aquí», decía.
Esta reflexión nos parece oportuna a propósito de la elevación, casi póstuma, del p. Yves Congar al cardenalato, ese sabio dominico, {5} anciano nonagenario, inválido, pero lúcido, que dicta desde la cama y la silla de ruedas porque todavía le quedan cosas por decir, después del tesoro de sus muchos escritos en libros, revistas, conferencias, con el tema de la Iglesia siempre al fondo, y con dos grandes pasiones en ella: el ecumenismo y los laicos, que lo fueron también del oratoriano John Henry Newman, además de otras coincidencias. A éste, para disipar cualquier sospecha, lo rehabilitó el papa León XIII. A este papa verdaderamente extraordinario, cuando recién elegido le preguntaron cómo sería su pontificado, respondió que lo verían al nombrar a sus cardenales:
el primer investido de la púrpura cardenalicia fue precisamente Newman. De modo parecido, al p. Yves Congar, lo rehabilitó el papa Juan XXIII cuando lo sacó de la oscuridad y el silencio, llamándolo entre los primeros teólogos para colaborar en el Concilio Vaticano II, ante la sorpresa de muchos que lo creían descalificado. El gesto del actual pontífice Juan Pablo II es decoroso y congruente con el que tuvo el inolvidable papa del Concilio.
¿Cuál fue el motivo de los recelos con que era juzgado Congar, y las limitaciones que se le impusieron? No la desobediencia, sino la incapacidad para ser comprendido por quienes le observaban desde perspectiva excesivamente conservadora, desactualizada con la historia, con poca visión de futuro y demasiado a la defensiva.
Los tradicionalistas? Él todavía lo era más cuando declaraba que el tradicionalismo no puede mirar atrás y detenerse en Trento, sino llegar hasta los tiempos del Evangelio y de los santos Padres, parecido, también en esto, a Newman. Evolución, sí, para recuperar las raíces y lo que de ellas se desprende, sin deformaciones. Cuando ahora recuerda aquella situación, exclama: «El Concilio rompió con una presentación de la Iglesia excesivamente jurídica; la Iglesia nos hacía, no la hacíamos nosotros... En los libros de texto, en los documentos oficiales, e incluso en la catequesis, se presentaba a la Iglesia totalmente hecha, desde arriba y por medios o caminos totalmente determinados. El Concilio renovó la eclesiología... Es el Señor quien construye la Iglesia, desde la encarnación». Como reflejo de la teoría de Newman sobre el "desarrollo", Congar afirma que la Iglesia es, también, "acontecimiento", porque «el Espíritu abre incesantemente la vía del Evangelio, hacia adelante, en lo aún no sucedido en la historia; es el principio de realización del misterio de Cristo hacia la escatología, y avanza sin cesar».
De este modo la Iglesia sigue haciéndose {6} y purificándose, y las dificultades le añaden prudencia en el desarrollo de su identidad, perseverando en la esperanza sobrenatural, alentada por el Espíritu divino, con impulso, diría Juan XXIII, «ya irreversible», para una Iglesia que es «pueblo de Dios y comunión en la fe».
Las primeras dificultades que Congar tuvo con la jerarquía tenían que ver con su celo ecuménico. Poco después sentó mal su interés y asistencia al movimiento de los sacerdotes obreros, aunque protegidos por el entonces arzobispo de París, el cardenal Suhard.
Parecía demasiada audacia y, por medio del general de su orden, la S. Sede le impone su traslado a Jerusalén y luego a Inglaterra, en Cambridge, reducido a una vida de silencio y estudio; pero puede volver a Francia gracias a la intervención del obispo de Estrasburgo.
El llama a estos años de dificultades y exilio «tiempo de paciencia activa y de esperanza paciente».
Cuando se inaugura el pontificado del papa Roncalli, cambia el panorama y, al convocarse el Concilio, es llamado a Roma para trabajar en la preparación del mismo.
Luego participará en él formando parte, a la vez, de cinco comisiones! Volcado en el Concilio, multiplica su actividad de manera infatigable: conferencias, artículos у {7} las crónicas quincenales en la publicación «Informations Catholiques Internationales». Hombre que no puede ni sabe perder el tiempo, lo administra como don precioso, del que hay que dar cuenta a Dios.
Quienes le han conocido bien, y sus amanuenses, no saben si admirar más su sabiduría y prodigiosa laboriosidad, o su gran personalidad humana y profunda espiritualidad de creyente cristiano. Prisionero de los nazis durante la II Guerra Mundial, pudo curtir su carácter y acercarse a la letra del Evangelio, en el sufrimiento, el anhelo de paz y actitudes de perdón.
De algún modo, es un hombre que resume el Concilio, y se descubre su huella en los principales documentos emanados de aquella magna asamblea. También, como ha observado Christopher Hollis, Newman está presente en el Vaticano II, como autor más citado, pero implícito, con una presencia espiritual a la que aludió Pablo VI, con Jean Guitton, como al «gran Padre silenciado en el nombre, pero presente en el pensamiento», durante el Concilio.
No ha faltado, en nuestros días, quien se ha ocupado, desde la crítica a la síntesis, de señalar las coincidencias y el camino del desarrollo más reciente en la teología de la Iglesia, entre Newman y Congar, ambos imprescindibles para la comprensión del acontecimiento eclesial más importante de apertura a la contemporaneidad histórica, añadiendo al preclaro nombre de Yves Congar, los también importantísimos de Karl Rahner y Edward Schillebeeckx. El dominico Aidan Nichols es quien ha reseguido los pasos del desarrollo doctrinal, en la Iglesia, desde la época victoriana hasta el Concilio Vaticano II.
En medio de las penumbras que a veces ensombrecen la imagen de la Iglesia y las incomprensiones y dificultades de la fe, no faltan las necesarias luminarias que facilitan los caminos de la verdad divina, abriéndose paso entre las nuevas generaciones. Nombres que son una lección y un ejemplo, tanto para moderar prisas como para descubrir los conatos de involucionismo, por lo demás inevitables propios de todas las crisis de renovación y crecimiento. Es preciso no detenerse, pero, al mismo tiempo, hay que saber andar manteniendo la esperanza. La Iglesia crece, se desarrolla y se purifica. Incluso los errores de los hombres contribuyen a este desarrollo. Las construcciones y las apariencias de crecimiento rápido y fácil, esconden trampas o engendran monstruos.
Dios se encarga de que todo crecimiento verdadero en el bien se haga desde la humildad, y fuerza a {8} ello a quienes ama. El papa Juan Pablo II, a mediados del pasado noviembre, exhortaba a pedir perdón, una vez más, por los pecados que laceran la comunión entre los creyentes y por el empleo de la intolerancia. Sí, a veces, la Iglesia, tan perdonadora y llamada a ejercer la misericordia, también ha de perdonarse a sí misma.
La tradición.
Es como un ancho río, que ha atravesado siglos y, por consiguiente, historias, hombres, pensamientos, reflexiones, y también errores, problemas, intentos de respuesta a preguntas difíciles.
Ese río ha atravesado países y, por tanto, culturas. Por esta razón, cuando hoy confesamos a Jesús Hijo de Dios, no confesamos tan sólo con la palabra de san Juan, sino también con el pensamiento y la fidelidad de san Atanasio, del concilio de Nicea, de san Hilario y de tantos otros.
YVES CONGAR
Una comunidad plenamente humana.
EN LA ACTUALIDAD, después de varias guerras, después de toda clase de crisis y de violencias, la humanidad aspira a encontrar una forma de unidad viable. Según la gran visión, a la vez científica, poética y religiosa, del Padre Teilhard de Chardin, el movimiento de la historia es, en la época en que estamos entrando, un proceso de "planetización". Se percibe un espíritu de unidad, un alma que trabaja el mundo en busca de cuerpo o una forma de existencia.
Lo que, nacido de los restos de la cristiandad y del movimiento de la historia, busca ahora su rostro es una comunidad humana, que no sea sólo económica y política, sino espiritual; una comunidad que quiere ser puramente humana, pero también plenamente humana. Puramente humana, o, lo que es lo mismo, basada únicamente sobre la verdad, sobre el derecho cuya afirmación implica y respeta al hombre. Pero además plenamente humana, de modo que tenga en cuenta esa relación trascendental a un absoluto que se alberga en el corazón de todo hombre. Un absoluto que nosotros sabemos que es el de Dios y Padre de Jesucristo.
Yves Congar
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4. Los intereses creados y san Felipe Neri
EL SEÑOR no pasa una sola vez por el camino de nuestra vida, sino que, con la oferta de su gracia, la acompaña siempre.
Pero hay momentos decisivos en los cuales podemos distanciarnos voluntariamente de él, aun sin perder del todo la fe, o, por el contrario, momentos en que el pensamiento de Dios sorprende nuestra mente y se abre a un mejor conocimiento de él. Cuando esto ocurre, pasamos poco a poco del conocimiento a la amistad, admirados de su providencia que nos descubre un sentido nuevo y próximo de todas las cosas y cuanto nos atañe.
La fe se hace incandescente en el alma, y pasamos de la amistad al amor, al creer en el suyo hacia nosotros. Nos sentimos forzados a la gratitud, como una correspondencia necesaria, pero ausente de amenazas; como una invitación a compartir más cosas con él y en un sentido más elevado que el meramente temporal. Una comunión de pensamiento y fusión de vida, o compenetración interior de propósitos, ideales e intereses que exigirían fuerzas mayores de las que disponemos y queremos consagrarle. Después de esto viene el deseo del cielo, no como descanso de fatigas pasadas o de ansia de consuelos que sanen todas las arideces, sino puramente para «estar siempre con el Señor», como expresaba san Pablo.
Podemos hacer la descripción que precede si nos fijamos en los santos. Nosotros pensamos en N. P.
san Felipe y lo imaginamos en aquel momento en que una gracia insigne le hizo desprendido y libre para no aceptar el porvenir asegurado que le ofrecían unos parientes ricos dispuestos a prohijarlo, puesto que no tenían descendencia.
Puede parecer más espectacular, en san Felipe, algún hecho posterior, como gracias de oración en las catacumbas, o generosidades altísimas con pobres y enfermos, o poder de conversión a pecadores.
{10} Pero aquel desprendimiento inicial fue el principio de todo lo demás, hasta llegar a la santidad. El precedente para que madurara cualquier don de Dios al alma eran, según él, la humildad y el desprendimiento o pobreza, que es a lo que el hombre, aunque se declare creyente, más se resiste. Accedemos a Dios, muy frecuentemente, porque no nos explicaríamos el mundo y nuestra propia existencia, sin el poder divino; pero, admitido esto, luego organizamos nuestra vida, en el mejor de los casos, hasta el límite de evitar una "condenación" eterna. No tenemos ideales, sino intereses, creados por nosotros mismos, en los que Dios no debe entrar y, por si acaso, intentamos aquietar la voz de la conciencia con pequeñas y miserables buenas acciones meramente simbólicas, y siempre compatibles con nuestros «intereses creados». Si un amigo o ¡un familiar!, nos confiara el propósito de hacer algún gran desprendimiento, económicamente valorable, incluso que no le afectara para seguir en su condición social, le consideraríamos loco de remate, e intentaríamos hacerle «entrar en razón» (si el desprendimiento no redundara en beneficio nuestro, claro está).
Esos dramas que tal vez hemos aplaudido cuando se nos han representado en la escena, bien sea el teatro de Benavente, o en «La Muralla» de Calvo Sotelo, o «La Ferida lluminosa» de Segarra, se repiten más de lo que parece a simple vista, en tertulias de amigos y en confidencias de familia. En ésta, es el marido que combate y se burla del consejo piadoso de la mujer;... o es ésta que boicotea la verdadera piedad y sentido cristiano —y a veces la misma conciencia de justicia― del marido.
La vanidad, el orgullo de clase o de ascenso social avariciosamente alcanzado sofoca las almas, a las que Dios estorba.
San Felipe Neri, ya de joven, hizo muy bien. Lo mismo que otros santos. Y fue y fueron más felices que los codiciosos, incluso en esta vida. ¡Y no digamos al encontrarse con Dios, para siempre, en la otra!
Únicamente quien ha sufrido por mantener sus convicciones consigue, por ellas mismas, una fuerza que no puede ser rechazada sin más, y el derecho de ser respetado y escuchado.
Yves Congar
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5. El Oratorio: «EL SANTO DE LA ALEGRÍA»
Carta de Juan Pablo II a los Oratorianos en el IV Centenario de san Felipe Neri.
CON MOTIVO de la celebración del IV Centenario (1595-1995) de la muerte de san Felipe Neri, florentino de origen y romano de adopción, me es grato dirigirme a todos los miembros del Oratorio, para recordar el ejemplo de santidad de su Fundador y para robustecer en cada uno el compromiso de la fe, el esfuerzo del amor y la constancia en la esperanza (cfr. 1 Ts 1, 3).
LA AMABLE figura del Santo de la alegría sigue manteniendo intacto, también en nuestros días, aquel encanto irresistible que ejercía en cuantos se le acercaban para ser guiados en el conocimiento y experiencias aprendidas en las auténticas fuentes de la alegría cristiana.
Al recorrer la biografía de san Felipe nos sorprende en verdad y nos encanta el modo alegre y amable con que él sabía educar, descendiendo al nivel de cada uno, con paciencia y comprensión fraterna. El Santo, como es sabido, solía resumir sus enseñanzas en breves y sabias máximas {12} «Sed buenos, si podéis: Escrúpulos y melancolía, no los quiero en la casa mía»; «Sed humildes, no queráis figurar»; «El hombre que no hace oración es como un animal sin habla»; y, llevándose la mano a la frente, decía que «la santidad está en el espacio de tres dedos» (de racionalidad, de buen sentido). En la ingeniosidad de estos y otros "dichos" podemos advertir la agudeza y el conocimiento realista que había alcanzado en la comprensión de la naturaleza humana y la dinámica de la gracia. Eran enseñanzas rápidas y concisas en las que se transparentaba el tesoro de su experiencia acumulada a lo largo de su larga vida, además de la sabiduría de un corazón habitado por el Espíritu Santo.
Tales aforismos se han convertido, para la espiritualidad cristiana, en una suerte de patrimonio sapiencial.
EN EL PANORAMA del Renacimiento romano, san Felipe aparece como profeta de la alegría, que ha sabido conciliar el seguimiento de Jesús con la inserción activa en la cultura de su tiempo, la cual, en tantos aspectos, mantiene particular semejanza con la de nuestros días.
{13} El Humanismo centrado todo él en el hombre y en sus propias capacidades intelectuales y de orden práctico, se erguía contra un malentendido obscurantismo medieval, y se proponía la recuperación de un alegre frescor vital, contenido en la misma naturaleza, liberada ésta de rémoras e inhibiciones. Se presentaba al hombre casi como un dios pagano, situado, de este modo, en una posición de protagonismo absoluto. Se producía, además, una especie de revisión de la Ley moral, con el fin de buscar de nuevo la felicidad, y garantizarla.
San Felipe, abierto a lo que reclamaba la sociedad de su tiempo, no rechazó este anhelo de alegría, pero se empleó en señalar su verdadera fuente, que él mismo ya había descubierto en el mensaje evangélico. Es la palabra de Cristo la que ha diseñado el rostro auténtico del hombre, descubriendo los rasgos que lo hacen hijo amado por el Padre, acogido como hermano por el Verbo encarnado, y santificado por el Espíritu Santo. Son las leyes del Evangelio y los mandamientos de Cristo que conducen a la alegría y a la felicidad: ésta es la verdad proclamada por san Felipe Neri a los jóvenes que encontraba en su cotidiana labor apostólica. Su mensaje era un anuncio deducido de la intima experiencia de Dios, alcanzada principalmente a través de la oración. Su plegaria nocturna en las catacumbas de san Sebastián, donde con frecuencia se recogía, no era sólo una búsqueda de soledad, sino más bien el deseo de mantenerse en coloquio espiritual con los testigos de la fe, los mártires, e interrogarles, al modo como los eruditos del Renacimiento establecían un coloquio imaginario con los Clásicos de la antigüedad: del conocimiento se pasaba a la imitación y, de ésta, a la emulación.
En estas catacumbas tuvo lugar el prodigio ocurrido en la vigilia de Pentecostés de 1544, cuando el Espíritu Santo prendió, con su amoroso fuego, en el corazón de san Felipe; suceso que nos permite entrever la alegoría de las grandes y divinas transformaciones obradas en la oración. Nuestro Santo nos muestra que todo progreso fecundo y seguro en la formación de la alegría se nutre y sostiene sobre una constelación de opciones mantenidas, que son la oración asidua, la frecuencia de la Eucaristía, el redescubrimiento y valoración del sacramento de la Reconciliación, el familiar y diario contacto con la Palabra de Dios, el ejercicio de la caridad fraterna y de servicio, y, finalmente, la devoción a la Virgen, modelo y verdadera causa de nuestra alegría. No podemos olvidar la sabia y saludable {14} amonestación de san Felipe: «Hijos míos, sed devotos de María; hacedme caso y sed devotos de María».
CUALIFICADO SAN FELIPE, por antonomasia, como «el Santo de la alegría», debe ser reconocido, además, como el apóstol de Roma 0, más propiamente, reformador de la Ciudad eterna (que también se llama así, por su vinculación a la Iglesia). Casi podemos decir que lo fue merced al natural desarrollo y maduración de las respuestas dadas a las iluminaciones de la Gracia. Fue en verdad la luz y la sal de Roma, en el sentido de las palabras evangélicas (cfr. Mt 5, 13-16). Supo ser "luz" en aquella cultura ciertamente espléndida, pero con frecuencia solamente iluminada por las luces oblicuas y rasantes del paganismo.
En tal contexto social Felipe permaneció respetuoso con la Autoridad, devotísimo al depósito de la Verdad, e intrépido a la hora de anunciar el mensaje cristiano. De este modo llegó a ser fuente de luz para todos.
No eligió vivir como un solitario, sino que, al desarrollar su ministerio entre las gentes del pueblo, se propuso ser también "sal" para cuantos se le acercaban. A imitación de Jesús, supo descender hasta el fondo de la miseria humana, lo mismo cuando ésta se remansaba en los palacios de la nobleza, que la visible en las callejuelas más pobres de la Roma renacentista. Era, una y otra vez, cireneo y conciencia crítica, consejero iluminado y maestro sonriente.
Puede decirse, por esta razón, que no fue él quien adoptara a Roma, sino más bien Roma quien le eligió y adoptó a él. Llegó joven a esta ciudad y luego, durante más de sesenta años, vivió continuamente en ella, en un momento en el que a vicios pasados le sucedía una generación de santos. Si andando por las calles se encontraba a la humanidad dolorida, la confortaba y socorría con la caridad exquisita de una palabra prudente y humana a la vez, mientras prefería recoger a la juventud en el Oratorio, su verdadera invención. Con genio creador hizo de él un lugar de encuentro gozoso, un ejercicio de formación y un centro de irradiación del arte.
Fue en el Oratorio donde san Felipe, junto al cultivo de la religiosidad en sus expresiones tanto habituales como innovadoras, se empeñó en la reforma y dignificación del arte, reconduciéndolo al servicio de Dios y de la Iglesia. Tan convencido estaba de que la belleza conduce a la bondad, que quiso integrar, en su diseño educativo, todo aquello que tuviese una impronta artística. Y él mismo se {15} convirtió en protector de las expresiones artísticas, promoviendo iniciativas capaces de acercar a la verdad y al bien.
Oportuna y ejemplar fue la aportación que san Felipe supo dar a la música sagrada, incitándola a elevarse por encima de los temas de fatuo "divertimento", hasta alcanzar el valor de una obra en verdad re-creadora del espíritu. Fue gracias al válido aliento prestado por él a músicos y compositores, que varios de estos emprendieron una reforma cuyo vértice más alto lo representó Pier Luigi da Palestrina.
QUE SAN FELIPE NERI, hombre amable y generoso, santo, casto y humilde, apóstol activo y contemplativo, siga siendo el modelo constante para los miembros de la Congregación del Oratorio. Él en verdad ha legado a todos los Oratorianos un programa y un estilo de vida que, todavía hoy, mantiene una singular actualidad. Las cuatro vertientes de humildad, caridad, oración y alegría constituyen la base solidísima sobre la que se ha de apoyar el edificio interior de la propia vida espiritual.
Si los discípulos saben seguir el ejemplo de su Fundador, los Oratorianos continuarán desarrollando su importante misión en la vida de la Iglesia. Por esta razón exhorto a todos los hijos e hijas de san Felipe Neri a mantenerse fieles a su vocación oratoriana, buscando incesantemente a Cristo, perseverando unidos a él, y convertidos en generosos sembradores de alegría entre los jóvenes, tentados, a veces, por la desconfianza y el desaliento.
Con estos deseos me complace invocar la celestial protección de san Felipe sobre toda la Comunidad Oratoriana y fieles a ella vinculados, expresando mi cordial anhelo de que las celebraciones jubilares sean ocasión propicia que estimule la profundización en el conocimiento de la figura y la obra de este singular testigo de Dios, de quien tanto podemos aprender, todavía, los cristianos comprometidos en difundir el Evangelio, en este siglo que ya declina.
Uno a estos votos una especial Bendición Apostólica, que imparto de todo corazón a los miembros de la Confederación del Oratorio, y a cuantos beben en las fuentes de la espiritualidad del Santo de la alegría.
Dado en el Vaticano, a 7 de octubre de 1994.
Juan Pablo II 16
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6. El Oratorio: Los nombres del seguimiento de Cristo y el Oratorio
A FORMA de vida que han adoptado aquellos cristianos que se han propuesto seguir a Cristo desde la radicalidad evangélica, ha recibido diferentes denominaciones tradicionales, algunas de las cuales la Iglesia ha retenido como expresión técnica de un significado concreto. Cuando es así, la misma Iglesia lo define y puntualiza, a pesar de que en las conversaciones corrientes no siempre demos a los nombres el sentido estricto que correspondería, o confundamos el aspecto canónico con el teológico y espiritual, con cierta espontaneidad que no siempre oscurece los significados, pero que, en determinados casos, conviene distinguir para evitar errores.
Nos vamos a referir a algunas de estas venerables denominaciones.
Podemos adelantar que ninguna de las siguientes expresiones puede hacernos olvidar que, en la raíz de toda vida cristiana, cualquiera que sea la forma que adopte, está siempre el fundamento del bautismo, sobre el cual se asienta todo el edificio espiritual del seguidor de Cristo.
Pero también queremos decir que aquí nos referimos al "seguimiento de Cristo" como respuesta a una "vocación" o llamamiento particular del Señor que el cristiano percibe como la necesidad de una entrega total, en un determinado modo o estado de vida, imitando a Cristo. La expresión "seguimiento de Cristo" puede parecer demasiado genérica, pero podría muy bien englobar todas las denominaciones de las respuestas positivas dadas al citado llamamiento.
Vida angélica
RECOGIDO de la tradición de los primeros ascetas y vírgenes en la Iglesia primitiva, Suárez, {17} en su tratado «De Religión», divide los "estados" de los fieles en la Iglesia, en "dos órdenes": el común o de aquellos que siguen la vida de los mandamientos, como los casados, y el de quienes aspiran a una plenitud espiritual más alta y se abstienen aun de opciones lícitas, y perseveran en la virginidad, o "vida angélica", como ocurre con los religiosos. Vida que llama angélica por el predominio de una elección espiritual mantenida de por vida.
Pero no sería exacto intentar excluir de la santidad a los casados. Una cierta exageración dada al ideal de la "fuga mundi" (huida del mundo) con sus ideales ceñidos a lo terreno, que ascéticamente debiera disponer a la "sequela Christi" (seguimiento de Cristo), pudo hacer olvidar o tener menos en cuenta que la "imagen de Dios" está, por naturaleza, y todavía más en el orden de la gracia, en cada hombre, casado o célibe. Sin embargo contribuyó positivamente a la especial estima de este estado de vida en total castidad el ejemplo de Cristo y su invitación al celibato «por el Reino de los cielos» (Mt 19, 12). Y también la elevación a misterio esponsal que los santos Padres daban a la relación Cristo-Iglesia; relación evocadora de la generosidad mayor y de la comunión con él y las almas.
En el libro, ya clásico, «La Escuela de San Felipe Neri, gran maestro del espíritu», su autor, el oratoriano Giuseppe Crispino (1639-1721), ensalza a nuestro Santo comparándolo a los ángeles, no solamente en la elevación de su piedad para con Dios y altísima oración, sino en todo su apostolado, por el profundo conocimiento de las almas y excelente guía de ellas a Dios. Newman rubricaría este criterio y, además, él mismo nos serviría de ejemplo en cómo, para sí mismo, para sus discípulos y para cuantos pudo ayudar en los caminos de Dios, tuvo en cuenta, confió y quiso imitar a los espíritus angélicos.
Vida evangélica
ESTA DENOMINACIÓN viene muy a propósito para significar el radicalismo evangélico. Desde los primeros tiempos, tanto los Padres del desierto como muy concretamente la Regla de san Benito, se entiende el seguimiento de Cristo refiriéndolo a la propia conversión y al Evangelio; dos pilares sobre los que descansa la vida de entrega a Dios: «El Señor nos muestra el camino para que, ceñidos con la fe y la práctica de las buenas obras, bajo la guía del Evangelio, sigamos sus sendas y así {18} merezcamos alcanzar la vista de aquel que nos llamó».
En el medioevo, san Francisco de Asís insistía: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostró lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio». Se generalizó el lema franciscano de la «imitatio Evangelii sine glossa».
Válganos la doble referencia de los santos Benito y Francisco, que tanto influjo tendrían en todas las formas de vida comunitaria posteriores, por el resto de los demás ordenamientos para el seguimiento de Cristo. También en las constituciones del Oratorio (nº 14), se hace referencia a las «buenas obras, bajo la guía del Evangelio», que hemos copiado de la Regla benedictina, cuando se nos dice que el espíritu del Evangelio, «en el grado máximo» debe inspirar nuestra actividad».
Vida religiosa
LA A IGLESIA llama así a que se organiza en institutos aprobados por ella, cuyos miembros viven fraternalmente en común, plenamente entregados a Dios por la emisión de los votos de obediencia, castidad y pobreza, que tienen condición de medio para la caridad.
La relación votos/virtudes/caridad/vida religiosa merecería un análisis especial, porque no siempre se exigieron a los religiosos. Su precedente fue la promesa o compromiso de "estabilidad" en la vida común, lo cual suponía implícitamente, por lo menos, la práctica de esas tres famosas virtudes. La obligación de emitir estos votos como condición necesaria para entrar en el estado de la vida religiosa fue impuesta por Pío V, en su Constitución apostólica «Lubricum vitae», promulgada el 17 de noviembre de 1568.
San Felipe Neri no quiso que los suyos, en la Congregación del Oratorio, se ligaran a voto alguno; el compromiso o lazo único tenía que ser la caridad: ésta es la que lleva a las demás virtudes y deviene forma de las mismas. Sin caridad la materialidad de las virtudes puede ser disciplina o estoicismo, pero no perfección espiritual cristiana.
Por esta razón, canónicamente, los oratorianos no somos "religiosos"; sin embargo san Felipe insistía en que quería para los suyos no los votos, pero sí las mismas virtudes que las de los religiosos. En el cielo cuentan las virtudes, no los votos.
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Vida consagrada
EL CÓDIGO de D. C. define la vida consagrada (conf. c. 573) como una forma estable en la cual los fieles, por la profesión de los consejos evangélicos, mediante votos u otros vínculos sagrados, quieren seguir más de cerca a Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo y, por la caridad a la que los tres votos conducen, se unen de modo especial a la Iglesia y a su ministerio.
La "sequela Christi" no es un sacramento, por lo cual, el término "consagración" no puede tomarse en sentido estricto, aunque como calificativo, las formas de vida de pleno seguimiento de Cristo son un desarrollo del sacramento del bautismo. A este sacramento (y a la confirmación, al orden sagrado y a la eucaristía) sí le corresponde propiamente el término "consagración". El bautismo obra un cambio desde dentro del alma, que indeleblemente transforma al hombre, configurándolo en Cristo por la gracia que le es propia y le hace hijo de Dios y hermano de Jesucristo.
El concepto de "consagración" tampoco es aplicable a todos los sacramentales, los cuales, como es sabido, son instituidos por la Iglesia y disponen para la gracia, pero no la causan como los sacramentos, que contienen el vigor eficaz (salvo óbice) con que Cristo los instituyó.
La costumbre ha introducido y conservado el énfasis de la palabra "consagración" y luego la normativa canónica de la Iglesia lo ha empleado, como denominación técnico-jurídica, por la estima que se concede al seguimiento de Cristo desde la radicalidad del Evangelio. Se ha de entender, por lo tanto, el término "consagración" por equivalente a "dedicación", y desarrollo de la primera gracia consagrante del bautismo.
En la normativa del Oratorio, esta requerida dedicación a Dios, total y para siempre, en el estado de vida aprobado por la Iglesia para los hijos de san Felipe, se entiende como «perseveranția usque ad mortem», tal como se expresa al final de las Constituciones. No podría ser admitido en el Oratorio quien, de antemano, pusiera límites a este "vínculo de fidelidad", o, por el hecho de no existir votos, imaginara la posibilidad de perpetuar una pertenencia siempre provisoria, quebradiza y temporal. Lo cual sería una traición al ideal que simularía abrazar, además de un perjuicio al Oratorio y de un propósito que nunca bendeciría Dios.
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7. El Oratorio: Sebastián Valfrè
A LA MUERTE de san Felipe ya habían sido fundadas en Italia seis casas o Congregaciones a ejemplo del Oratorio de Roma. En las décadas siguientes tuvo lugar la aprobación definitiva de las constituciones o derecho propio del Oratorio (1612), y la canonización de san Felipe (1622). En muchos lugares surgió entonces el deseo de imitar aquella "escuela de santidad" iniciada por el santo.
Así sucedió en Turín, la capital del Piamonte, al noroeste de la península itálica, gobernado entonces por la Casa de Saboya. Dos jóvenes presbíteros llenos de celo dieron comienzo allí a las reuniones espirituales al estilo de san Felipe. Después de algún tiempo, en 1649, fue erigida la Congregación del Oratorio de Turín, pero, muerto uno de los dos padres y fallidas las esperanzas de nuevas vocaciones, parecía que el proyecto estaba destinado al fracaso. En estas circunstancias, el día de san Felipe de 1651 ingresa en la Congregación el joven Sebastián Valfré, que pronto se convertirá en el alma de aquel naciente Oratorio. Había visto la luz en Verduno, una pequeña localidad rural en el corazón del Piamonte, de padres muy pobres pero piadoso. Desde niño conoció las durezas de las faena del campo y cuando marchó a Turín para cursar filosofía y teología con los PP.
Jesuitas tuvo que dedicarse a copiar manuscritos para costear sus estudios. Estas experiencias de su infancia y su primera juventud constituyeron una preparación providencial para su vida oratoriana y sacerdotal que nunca dejó de agradecer.
En el Oratorio ejerció los cargos más diversos: Prepósito, encargado de la formación de los candidatos, Prefecto del Oratorio secular (reuniones de apostolado con los seglares)..., pero hizo además de cocinero, portero y sacristán. En este particular, como en todo, buscaba conformarse con la mente de san Felipe. Ante cualquier duda acerca de la realización concreta de la vida oratoriana, aunque se tratara de aspectos menos esenciales, escribía a los PP. de la Casa de Roma para recabar la solución más acorde con la tradición original del Oratorio. Al mismo tiempo, supo adaptar con responsabilidad y prudencia {21} las costumbres y el estilo de apostolado del Oratorio romano a las circunstancias peculiares del Turín de la época (se trataba, en suma, de la necesaria "fidelidad creativa", que evita tanto el tradicionalismo fixista como la disolución de la propia identidad). Era además característicamente oratoriana su forma de concebir la obediencia como aceptación de la voluntad de la Congregación, expresada por medio de sus órganos de gobierno, del Prepósito y hasta de los cargos menos importantes.
Su respeto hacia los demás hermanos de comunidad le hacía ser muy exigente consigo mismo en aspectos tales como la observancia del horario o la realización cabal de los ministerios que se le encomendaban.
El valor que concedía a la mortificación ―como medio para progresar en el dominio propio y poder servir así con generosidad a Dios y a los hermanos― no le impidió fomentar aquella "devoción alegre" enseñada por san Felipe y de dar continuamente ejemplo de ella, de tal manera que muchos lo creían libre de problemas o preocupaciones graves, cuando en realidad sabemos, por las confidencias hechas a sus más íntimos y reveladas tras su muerte, que padeció largos períodos de aridez y desconsuelo espiritual, además de otras pruebas.
Era proverbial su afabilidad y simpatía con todos, en especial con los pecadores. Sin embargo, conservamos el texto de una breve plática titulada «Sobre si se puede dar gusto a todos», que comienza diciendo: «Ello no es posible. Cristo mismo no lo hizo». Y cuando, en 1706, las tropas de Luis XIV de Francia pusieron sitio a Turín, con el fin de conseguir la anexión del Piamonte, mientras la familia real, los nobles y los burgueses ricos dejaron la ciudad, el P. Valfré, ya anciano, permaneció en ella consolando y animando al pueblo sencillo hasta que fue levantado el cerco, de modo que el recuerdo de su valor y de su fortaleza se mantiene vivo en la memoria de los turineses.
Este amor a sus connacionales era a la vez lúcido y desprendido.
Como san Felipe en Roma un siglo antes, Valfré conocía bien dónde radicaban las desgracias del pueblo piamontés ―y de tantos otros pueblos...­―: en la posesión de un bienestar material mal asimilado y peor repartido, debido a la falta de criterios auténticamente cristianos, que hacía miserables a los pobres, viciosos a los ricos e infelices a todos.
La caridad del P. Sebastián se multiplicaba de mil maneras para llegar al mayor número posible de {22} personas: catequizando a niños casi a diario; con la predicación familiar de la Palabra de Dios al modo del Oratorio; con su amistad respetuosa y ayuda a judíos y valdenses (minoría cristiana disidente surgida en el s. XII, bastante numerosa en el país); socorriendo a los más pobres; visitando incansablemente los hospitales y las cárceles, y ello hasta unos pocos días antes de su muerte, acaecida en 1710, cuando contaba ochenta años...
Dedicado largas horas a la confesión y a la dirección espiritual, entre sus penitentes se encontraba el propio duque de Saboya Víctor Amadeo II, quien, con el consentimiento entusiasta del papa Alejandro. VIII, intentó convencerlo para que aceptara ser nombrado arzobispo de Turín, aunque sin éxito. Y es que para el P. Valfré, fiel a su vocación filipense, el contacto personal siempre fue el verdadero "método apostólico" del Oratorio, no interesándose demasiado por las "reformas" planeadas desde arriba, o tan preocupadas por el cambio de las estructuras que corren el riesgo de olvidar la conversión de los corazones.
Ahora bien, el valor primordial que concedía al contacto personal no significaba para él en modo alguno improvisación o pereza intelectual. Estaba convencido de que la ignorancia religiosa era el primer mal a extirpar en el pueblo turinés, pues lo hacía fácilmente vulnerable a la superstición y al paganismo práctico, como igualmente al influjo del protestantismo, que triunfaba al otro lado de los Alpes.
Junto con Newman en la Inglaterra del siglo pasado, el beato Valfré es uno de los hijos de san Felipe que con más insistencia han subrayado la importancia del estudio en la vida oratoriana. Él mismo, hombre de mente clara y de formación sólida, pertenecía al cuerpo de doctores de la universidad de Turín —a cuyas reuniones asistía con una sencilla sotana, renunciando a la púrpura y el armiño del traje académico­―, aunque nunca se adhirió a ninguna de las escuelas o partidos universitarios en pugna, y recomendaba a sus discípulos una sana libertad de estudio. A los filipenses jóvenes les exhortaba a «amar la habitación», significando con ello el apego que debían tener a la oración, el estudio y el recogimiento, sin los cuales la acción apostólica podría derivar insensiblemente en un activismo agitado o superficial, sin frutos duraderos.
El P. Valfré, aclamado ya por sus coetáneos como «Apóstol de Turín ―lo mismo que sucedió en Roma con san Felipe― fue beatificado en 1834.
Su fiesta se celebra el 30 de enero.
El padre José Vaz, nuevo beato del Oratorio.
Despejadas todas las dudas, finalmente el papa ha decidido emprender uno de los más largos y sorprendentes de todos sus viajes. Esta vez es el Índico y Asia. Para nosotros, filipenses, tiene un especial motivo de gozo, porque en la etapa del sábado, día 21 de enero, en Colombo, capital de Sri Lanka (antiguo Ceilán), procederá a la beatificación del venerable p. José Vaz (1651-1711), fundador del Oratorio de Goa y misionero de celo extraordinario. Será un regalo de la Providencia en este año de 1995, en el que celebramos el IV Centenario de la muerte de N. P. san Felipe Neri.
El mismo Juan Pablo II, en octubre de 1981, había proclamado beato al padre Luigi Scrosoppi (1804-1884), con lo cual son dos los nombres de los beatos que el actual pontífice añade al santoral filipense.
Que el recuerdo de las virtudes de nuestros hermanos nos estimule en la fidelidad a nuestra vocación oratoriana, para gloria de Dios, bien de todos y santidad de las almas, en la Iglesia de Cristo.