Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 301. JULIO-AGOSTO. Año 1995
0. SUMARIO
ES CURIOSO. Cristo, que quiere llevar al ideal más elevado a la humanidad entera, no envía a sus apóstoles a los grandes centros del saber de entonces, o del arte y la civilización, ni los infiltra entre los poderosos y los ricos del mundo (Alejandría, Atenas, Roma...), para que adquieran mayor capacidad en su misión a cumplir. Teme que los medios y artes mundanos fácilmente corromperían el mensaje divino. Los quiere limpios de corazón y le basta mandarles el Espíritu Santo «para que les complete el saber de Dios y les recuerde lo que ya les había dicho».
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
EL DÍA DESPUÉS
ORATORIOS MUSICALES
SABER SOBRIAMENTE
LA HORA DEL ESPÍRITU
ESTADOS DE VIDA EN LA IGLESIA
EL ORATORIO, MENOS CLERICAL
CONMEMORACIONES
{1 (73)}
1. Tiempo de oración: LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
Oh san Felipe, amadísimo protector mío, acudo a ti y me pongo en tus manos, y te pido que me alcances una verdadera devoción al Espíritu Santo.
Haz que participe de tal manera del amor que tú le tenías, que, así como él se dignó descender de un modo prodigioso a tu corazón y lo abrasó en amoroso fuego, también a nosotros nos favorezca con los variados dones de su gracia. No permitas que permanezcamos fríos, siendo hijos de un Padre tan fervoroso. Implora para nosotros la gracia de la oración y el gusto de contemplar las cosas divinas; haz que adquiramos la fuerza necesaria para dirigir nuestros pensamientos y alejar las distracciones; consíguenos el don de conversar con Dios, sin jamás cansarnos de estar con él.
Vaso del Espíritu Santo, corazón ardiente, luz de santa alegría, ruega al señor por nosotros.
J. H. Newman, C. O., MD, I, 6 2 (74)
{2 (74)}
2. El día después
EL DÍA después de haber empezado, el día después de haber terminado. El primero pide perseverancia; el segundo, hacer balance, examen. No es poco empezar, movernos y salir de la inercia, dar vida, inyectar dinamismo a un proyecto, en el que sembramos toda nuestra esperanza, con esfuerzo ilusionado. «¿Qué hacéis ahí, decía el Señor, todo el día ociosos?» La vida es salir de uno mismo, y salir uno mismo. No podemos delegar en otros la tarea que no aguarda; se equivocan los que siempre necesitan suplentes y se hacen parásitos del prójimo para medrar, o aunque sea solamente para subsistir, a cuenta de lo más inocentes o de los más trabajadores. Gran parte de las injusticias de la humanidad tienen su origen en la "especialización" de los egoístas, creadores de dependencias y esclavitudes maquilladas, habilidosos en hacer leyes o en burlarse de ellas, salvando las apariencias de legalidad. Especialistas en aprovecharse de los demás, con tal de no cansarse ellos.
No tendrán nunca "un día después" para crecer en la ilusión, sino solamente el resquemor aumentado del egoísmo y, en el fondo, de la conciencia de su propia inutilidad o fragmentación personal. No saben hacer ni quieren aprender a hacer, refugiados en su deformación de aprovechados. Este espíritu puede llegar a crear imperios, pero sólo imperios de pocos señores y muchos esclavos, con la amenaza por razón y la tristeza por cielo.
Pero hay el día después de haber terminado. Para el cristiano este día está más allá del tiempo; pero en este, en el tiempo, hay hitos, pequeños rellanos que sostienen todo lo que se hace con buena voluntad ―con voluntad buena―, que la providencia coloca como peldaños de la ascensión a Dios. «Después, después, ¿y después qué?», preguntaba san Felipe Neri a uno que corría tras promociones y éxitos y un porvenir halagüeño donde instalarse, aunque sin caer en nada de lo que el mundo o la sociedad reputen inmoral, es decir, sin abandonar el marco en el que se salvan los símbolos del decoro burgués, distante de las miserias inelegantes, absurdas y sin poner un dedo para remediarlas.
{3 (75)} «¿Y después?», insistía van Felipe. Confundido por la pregunta repetida con insistencia por el Santo, respondió, al fin, el joven con ilusiones solamente temporales Después, la muerte. Después, decimos los cristianos, el balance. Rico o pobre, sabio o iletrado, joven o viejo, honrado o despreciado, fuerte o enfermo... todo ha de ser valorado y administrado o rechazado según lo que nos valga y sirva para "el día después". Y no regulando el análisis de decisiones previstas según un baremo reducido a mínimos ―que sería otra dimensión del egoísmo: ¡además el cielo!―, sino contemplando tiempo y eternidad como un todo. Porque el día después de la obra de la vida terminada, será un día de días, un Día que lleva inscrito todo, que contiene todo, excluida la voluntad mezquina, porque solamente vale la buena. No hay binomios ni contrastes; no hay tiempo y eternidad, ni tiempo o eternidad: hay la vida en Dios, iniciada aquí, desde el Bautismo, y por esto la sola moralidad ―¡de mínimos!― no basta, porque somos ya «ciudadanos del cielo y sólo peregrinos en la tierra», y nuestra aspiración no puede ser reducida ni repartida.
El día después del cristiano es más que el día después del que estrena empleo, del que se acaba de casar, del que obtiene un premio o alcanza una victoria o padece una derrota; es más que la vida o que la muerte. Se ha empezado pero, de algún modo, no se ha acabado de empezar, y el estreno sigue: va hacia su fin, pero es un fin de goce anticipado; un esperar y tener, un ir y estar, un creer y comenzar a ver, según dejemos que vaya creciendo en nosotros la docilidad al Espíritu de Jesus «que nos va enseñando», hasta que un Día no habrá más días y «Dios lo será todo en todos».
Dos nuevas iglesias dedicadas al beato José Vaz, C. O.
Desde que Juan Pablo II beatificó al padre José Vaz, del Oratorio, el 21 de enero de este año, han sido dos los templos dedicados al nuevo beato. El primero de ellos fue consagrado por el arzobispo de Colombo, en la misma fecha de la beatificación, en Makola, que es un barrio de aquella populosa ciudad. La segunda tuvo lugar en la diócesis de Chilaw, sufragánea de la anterior.
El Papa se ha dirigido recientemente a los 35.000 sacerdotes nativos de Asia, y les ha recordado el ejemplo del ilustre hijo del Oratorio de San Felipe Neri, presentado como «primer misionero asiático», para que le imiten en la evangelización de su continente.
{4 (76)}
3. ORATORIOS MUSICALES. Escarlatti y Bagnoli.
LA NOTICIA del primer "oratorio musical" dedicado precisamente a la figura de san Felipe Neri se debe al músico Alessandro Escarlatti, que lo compuso al finalizar el s. XVII. El argumento consiste en un diálogo entre el Santo y las virtudes de la Fe, Esperanza y Caridad, con un himno final. En el mes de mayo pasado tuvo lugar su estreno en España por la Capella Oratoriana de la Congregación del Oratorio de Palma de Mallorca, dirigida por los maestros Gori Marcus y Joan Company. El encargado de la traducción literaria al catalán fue Salvatore Penna. El concierto constituyó un éxito más de la citada Capella.
Nosotros lo destacamos, entre otras manifestaciones musicales celebradas en este IV Centenario de san Felipe, por estar dedicado, como hemos dicho, a glosar artísticamente la figura de nuestro Santo.
Pero esta celebración nos trae a la memoria otro "oratorio musical", dedicado también a la figura de san Felipe, estrenado en 1922 en el Oratorio de Florencia, en el cual destacaba la calidad literaria del padre Alessandro Naldi, C. O., autor del poema, cuyo primer canto nos atrevemos a traducir para nuestros lectores. Mientras en la obra musicada por Escarlatti domina la elevación conceptual de las virtudes teologales, la poesía de Naldi discurre, más concreta, por la sucesión resumida de la vida del Santo.
La primera cantata, que se titula L'ADDIO A FIRENZE, nos presenta al jovencito Felipe, en el momento de dejar Florencia, por indicación de su padre, que desea asegurarle mejor porvenir junto a su tío en San Germán, donde se ejercitara en los negocios.
La voz de la sangre agita el corazón de Felipe, tierno, demasiado tierno aún, para conformarse súbitamente a dejar su amada Florencia. Todo cuanto le ha rodeado hasta entonces se anima y habla {5 (77)} a su joven corazón. Oye la VOZ DE LAS CAMPANAS, y aquel sonido que antes se perdía, meciéndose en las ondas de los ecos que recogían los leves montes del valle del Arno, ahora llama a su corazón con aldabonazos de amigo entristecido y dulcemente exigente:
¿Por qué nos dejas?
Para ti mueren
ya nuestras voces
como la tarde...
Nuevos repiques
serán lejano
señal del alba,
y sentirás
viva tristeza,
tal vez llores...
¿De veras partes
y nos olvidas?
También LOS LIBROS, los fieles amigos que le han iniciado en el conocimiento de las letras y ayudado en el de las virtudes:
¿Es cierto cuanto dicen las campanas
que partirás y que estarás muy lejos
por mucho tiempo?
Pero una voz nueva, desconocida hasta entonces, quiere alejar, osadamente y con falacia, las voces amigas que conmueven al jovencito. Es la VOZ DEL DINERO:
El niño abre los ojos:
un gran libro de cuentas le conviene
que enseñe el arte de los mercaderes,
hacer fortuna y disfrutar del mundo.
Sí, una nueva vida se abre a los ojos de Felipe, con una fuerza realmente tentadora. Pero él tiene asido el corazón al recuerdo de toda su infancia. Contempla el pequeño montón de libros, fieles amigos que no querría dejar, pero que no puede llevar consigo. Ellos le despiertan los recuerdos más caros: son libros que le han dado los frailes {6 (78)} de San Marcos, sus primeros maestros, principalmente del alma; recuerda aquel convento que él conoce casi como su propia casa, donde la bondad, la piedad y el saber de sus moradores tantos horizontes de luz abrieron a su alma inocente y sedienta de Dios; aquellas celdas y corredores iluminados por las extáticas y simplicísimas pinturas del beato Angélico, perfumados por el recuerdo de san Antonino, cálidos aún por la energía y celo religioso y patriótico de Savonarola...
¿Cómo? ¿Tú puedes ser ingrato, Pippo Buono?
Recuerda tu San Marcos y los frailes,
las pinturas ingenuas del Angélico,
recuerda del saber la gran dulzura,
recuerda a los amigos que te abrieron
las alas del amor que a Dios te lleva.
¿Acaso no endulzábamos tu infancia?
¿Por qué nos dejas? Queda con nosotros.
Y suena otra vez el rumor de la VOZ DE LA FORTUNA, cascabeleando de monedas, que promete y que miente, pero que cautiva, como un río de aguas doradas que pretende apagar todas las sedes...
Piezas doradas, limpias y lucientes,
rumor de seda con galones de oro.
Te lo ofrecemos todo: cielo y tierra.
Somos semilla de todos los bienes,
pues sin nosotros te espera el desprecio.
¡Ven a gozar, que todo lo tendrás!
FELIPE sufre y clama al Señor:
¡Piedad, Señor! ¡Qué lucha siento en mi!
Si no me ayudas, temo fallecer.
¡Pobre Pippo Buono! ¡Cuánto ha amado a los seres y a las cosas que le rodean! Es como el despertar de un sueño, pues hasta ahora había rezado y jugado, y todos le querían porque era bueno; pero desconocía el dolor, o por lo menos, no había sufrido solo. Ahora sí. LAS COSAS AMADAS le decían:
{7 (79)} ¿En vano habremos sido tanto tiempo
fieles amigos tuyos noche y día?
Siempre gozosos al velar tus juegos,
¿hemos envejecido antes de tiempo?
¿A dónde vas? En vano buscarías
la dulce imagen de la Virgen Santa,
que te sonríe desde que naciste
y llena tu alma de piedad profunda:
en torno de tu mesa, con los tuyos,
tu padre, tus hermanas y tu abuela,
que te ama tanto y llora silenciosa.
¿Quién te dará el amor, si te vas lejos
a hacer acopio de monedas de oro?
No des oído a sus malignas voces:
puedes quedarte aquí, ya para siempre.
Y las VOCES DE LAS MONEDAS, como estrellas doradas que lucían en aquella noche de dolor porque pasaba su alma, querían distraerle y seducirle:
Fulgor y luz y fuego, somos llamas
y en estas llamas arde el mundo entero.
FELIPE exclama, fatigado por la lucha:
No tengo ni una voz que me consuele
y que me eleve el alma a donde ansío:
amigos y enemigos se han unido
contra mí todos y no sé qué hacer,
si quedarme o partir...
Pero corta este combate torturador, LA VOZ DEL PADRE que llama Felipe, pues todo estaba preparado a para partir. Le llama impaciente:
Felipe, ven:
la diligencia aguarda a que tú subas.
{8 (80)} Obedeciendo, no ha de temer seducciones. Dios le llevará. Aunque el sacrificio le cueste, le consuela LA VOZ DEL SEÑOR, que siente en lo íntimo de su alma:
Déjate conducir por esa mano,
que cruzarás el mundo sin naufragios.
FELIPE obedece a su padre porque cree que así obedece a Dios:
Heme aquí, Padre, a seguir tu palabra.
Esta docilidad en abandonarse al beneplácito divino ha de proporcionarle la mayor de las riquezas:
la santidad. LAS CAMPANAS repican a gloria, porque presienten el futuro de Felipe:
Un gran tesoro buscas en el mundo
que ningún fuego puede consumir.
Y LOS LIBROS anuncian que una más alta sabiduría germinará en su corazón:
Una sabiduría alcanzarás
que te hará santo y sabio eternamente.
TODAS LAS VOCES JUNTAS, las sonoras campanas, los fieles libros, las cosas amadas, elevan hacia Dios sus voces. Felipe parte y no las oye, pero profetizan su gloria:
¡Hemos glorificado al alma santa!
Te llamaremos siempre Pippo Buono.
Ante el Señor se cantará tu gloria.
La gloria de los Santos: el amor.
Haber buscado y haber amado con todas las fuerzas, con toda el alma, a Dios.
¡Tiempos malos, tiempos difíciles!, dicen los hombres. Vivamos practicando el bien, y los tiempos serán buenos.
Los tiempos somos nosotros: cuales somos nosotros, tales son los tiempos.
San Agustín, siglo V.
{9 (81)}
4. Saber sobriamente. San Felipe y los libros.
SAN FELIPE NERI no despreciaba los saberes. Sus biógrafos cuentan que, ya anciano, discutía todavía sobre cuestiones de teología con jóvenes estudiantes a los que dejaba admirados por su lucidez mental al manejar argumentos; bromeaba jugando con silogismos para alertar las imprudencias contra la virtud. Sabemos también que conocía la literatura italiana, no solamente en la vertiente más popular, como podría ser el caso de Giovanni Mainardi (más conocido como el Piovano Arlotto), sino la literatura italiana de los primeros autores que se independizaban del latín, como Iacopone da Todi, cuyas poesías se leían y comentaban en las primeras reuniones del naciente Oratorio, o de los posteriores, como Francesco Petrarca, al que imita en los propios escarceos poéticos, e incluso de Dante, de quien toma las primeras palabras, referidas a la Virgen María, en el célebre canto con que el poeta divino cierra la Divina Comedia: «Vergine madre, figlia del tuo Figlio...» Palabras que, para Felipe, resumían la vocación y toda la gloria de María.
Felipe emergía del humanismo florentino, aliado inmediato con el fenómeno de la imprenta y los primeros libros. Sabemos que, en la comunidad de la Vallicella hubo una imprenta, la cual, aunque rudimentaria, podía suponer, entonces, más que una batería de ordenadores en nuestros días.
Felipe dedicó su vida de laico a la oración ―larguísima― y al apostolado, y trabajó y vivió en pobreza, para no ser gravoso a nadie, pero dedicó un tiempo a estudiar filosofía y teología. Más tarde, en su comunidad, estimuló a sus primeros discípulos no solamente al estudio de las ciencias sagradas y la historia de la Iglesia, sino al arte, la música, incluso, a uno de ellos (Consolino) al estudio de la medicina además de la teología.
Y, si fue así, nos preguntamos:
¿por qué vendió sus libros, en un arrebato del que a nadie dio razón, cuando, al menos como referencia, tan útiles le podían ser, {10 (82)} aunque hubiese seguido de seglar?
Se puede imaginar que tal vez para socorrer una necesidad urgente de algún pobre, o de varios, andando como andaba entre obras de misericordia, siempre necesitadas de limosnas. Pero nos atrevemos a contemplar otra hipótesis, que creemos más probable, si atendemos a su espíritu y modo que tenía de mortificar la vanidad de los sabios" que tenía en casa, una vez establecida la vida comunitaria del Oratorio.
El orgullo o simplemente la vanidad era el enemigo que más temía para cuantos amaba. Su exigencia no procedía de ningún método preconcebido sino de una sabiduría experimentada en sí mismo, como cuando imponía largo servicio en la sacristía a Baronio, para "dar gracias" de un éxito literario, u obligar a otro a realizar una acción o representación ridícula que, al menos, suponía "malgastar" un tiempo y algunas energías que hubieran podido ser más útiles empleándolas de otro modo.
Le gustaba, para los suyos, la limpieza, el aseo, los buenos modales, la gentileza, pero escarnecía las elegancias, los modos pretenciosos, el vestido y porte atildado y, más que todo, la vanidad intelectual. ÉI conocía, había visto, había oído palabras, discursos, exhibiciones cortesanas y engoladas; sin duda, había padecido y temido esas tentaciones que el mundo fácilmente justifica con razones que sirven para todo, pero que soslayan erradicar lo esencial de los desvíos bajo apariencia de bien o decoro.
Habría leído, sin duda, a san Pablo, en un paso cuya traducción modernamente ha sido complementada, pero que en su tiempo, la que leyera san Felipe, decía tajantemente, en la Biblia Vulgata que él leyó: «conviene saber, pero saber no más de lo que sobriamente conviene» («non plus sapere quarn oportet sapere, sed sapere ad gobrietatem», en Rom 12, 3). Y lo tomó a rajatabla, para sí mismo. Y luego para los suyos, si bien los dejó e hizo estudiar, incluso con insistencia, sin excusarles, sin embargo, de trabajos manuales, como de fregar perolas y hacer la cocina, además de otras verdaderas humillaciones.
En su mismo tiempo santa Teresa diría a sus hermanas de comunidad: «Para mí, no creo que haya otra humildad que la que consiste en padecer humillaciones».
«Toda la santidad está en tres dedos de frente», en «la racional», la inteligencia. Sería terrible enriquecerla para ser exhibida o para complacerse en sí misma. Lo mismo que hay deportes inventados para suplir actividades más saludables, aunque eludidas por menos elegantes.
{11 (83)}
5. La hora del Espíritu
TODOS queremos atar el futuro a nuestro presente. En ello puede haber, además de cierta miopía espiritual, un poco de vanidad:
que estamos nosotros, creemos que "ya estamos todos". Surge el error de querer influir más allá de lo que alcanzamos o de lo que nos corresponde, del complejo de resarcimiento al experimentar nuestra pobreza o limitación.
Sin embargo, al comprobar estos mismos límites, nos debiéramos convencer de que es vano dirigir energías fuera de lo que inmediatamente nos afectan; el esfuerzo desperdiciado nos aleja o distrae de lo que en realidad y verdad nos corresponde y compromete, y que, de paso, está más cerca de nosotros. Nos olvidamos, cuando hacemos profesión de nuestra fe en Dios, de que él solamente tiene presente.
La hora de Dios es esta hora: ahora. La eternidad lo contiene todo en su presente. Sucede también en nosotros mismos, que las categorías de pasado y de futuro, solamente podemos verlas mentalmente e interpretarlas {12 (84)} desde la presentidad fluyente de nuestra conciencia. Presentidad que lo relativiza todo, menos el absoluto de Dios.
Los santos han cometido menos errores que nosotros y no han desperdiciado el tiempo, porque se han detenido a pensar en este absoluto y lo han contemplado en presente o, mejor, como "presencia". Cuando nos referimos a éxtasis de los santos, no los interpretemos como paréntesis de inmovilidad o quietud, sino como actividad del espíritu, profundísima. «Mi Padre es activo, y yo también, decía Jesús. La fe es interior y es desde esta profundidad que podemos comenzar a conocer a Dios, mientras caminamos, como una "presencia". La presencia de Dios desde la intimidad de nuestro ser, y su providencia cuando contemplamos el orden creado por él, el cual nos envuelve y conjuga con el resto de la creación y de las maravillas de la gracia, de la que también somos objeto.
Todo es presencia y providencia divina. Si lo olvidamos, nos perdemos y confundimos en la soledad profunda de nuestro ser, aunque pretendamos substituir el olvido con nuestras astucias, previsiones, cálculos y políticas. Y no entendemos la vida y el mundo, que nos parecen absurdos. El recurso a las enajenaciones temporales tampoco nos hace felices, porque todo padece el riesgo de la falsificación y se sostiene en precario.
No existen sucedáneos para el espíritu, para la verdad y para Dios.
La primera conversión de los verdaderos santos fue siempre un milagro de transparencia, sincera y limpia, y por esto, tal como prometen las bienaventuranzas evangélicas, «vieron a Dios» y fueron derechos hacia él, bañados en su luz. Todo lo demás fue, en ellos, una consecuencia y desarrollo de esta primera visión del Absoluto, sorprendente e inclinándose hacia ellos, en un misterio de Persona a persona, que no destruía la libertad humana mientras la invadía, sino que la ampliaba y comprometía {13 (85)} para un amor más grande que el simplemente humano y, por ello, necesitado de un espacio mayor que el temporal.
Cuando nos referimos a las gracias místicas de los santos, queremos señalar esta invasión divina y amorosa del aliento de Dios en ellos, a la que inmediatamente corresponden, sin preocupación para medir esta respuesta ni sistematizar la actividad que su gratitud inspiraría. Por esto nos resulta tan difícil comprender su talante espiritual. Rozamos lo inefable. San Felipe Neri decía que «quien deseaba gracias místicas no sabía lo que pedía». Lo mismo que san Juan de la Cruz cuando se refería a Dios y a los mensajeros de Dios que «no saben decir» o de Dios «van refiriendo /...un no sé qué que quedan balbuciendo».
De san Felipe se dice que era asistemático, libre, aparentemente improvisador, que tenía un trato para el espíritu de cada uno de sus hijos espirituales, que su apostolado rehuía lo excesivamente organizado, que mandaba poco, pero exigía mucho; que entendía y practicaba la dirección espiritual no como el que tira de las almas para llevarlas a Dios, sino como el que va detrás de ellas mientras siguen a Dios, y las advierte si se desvían. Se le ha llamado «apóstol de la alegría»; la suya no era la que invade desde fuera por los estímulos de la diversión y hasta del mal gusto, sino la nacida de la paz del alma frente a Dios y con los hermanos.
No inventó un sistema especial para la oración, pero comparaba a quien no la tenía, con los brutos animales; aconsejaba a los que la encontraban difícil, que fueran humildes en la presencia del Señor e invariablemente éste acogería sus palabras y llenaría su pensamiento, sin distracciones.
Decimos la oración, pernio del Oratorio. De ella tenía él larga y profunda experiencia, tanto cuando de adolescente después de ella dejó un porvenir halagüeño, al renunciar a la herencia de unos parientes ricos que querían prohijarlo, como, sobre todo, cuando todavía seglar, tuvo la extraordinaria experiencia mística, en el Pentecostés de 1544, del Espíritu Santo invadiendo su alma, en una de esas largas horas de oración junto a las tumbas de los mártires, en las catacumbas de San Sebastián. Experiencia que, por una parte, era cima de un crecimiento interior espiritual y, por otra, punto de arranque de una entrega más radical a Dios, aunque ni siquiera, de momento, se le ocurriera hacerse sacerdote.
Su época parecía necesitada de grandes reformas y de obras bien calculadas para organizar trabajos apostólicos que devolvieran a la Iglesia una apariencia y testimonio de santidad que los tiempos habían oscurecido. Seguramente era así y otros los emprendieron. Sin embargo, Felipe, {14 (86)} siempre activo, pero siempre tras largas horas de oración, ayunos y escaso sueño, sin alterar su semblante y compostura serena y amable, no hizo planes, pero llenó su cotidianidad de apostolado y caridad y llegó a encontrarse con una obra que no había pretendido fundar ―el Oratorio― que sirvió admirablemente para fomentar y formar los espíritus para vivir en la cotidianidad conectada con Dios, hasta resultar imposible comprender su obra sin relacionarla con el sentido de su vida mística, de oración. El Oratorio es hijo del espíritu y talante de san Felipe, en el que, sin precipitaciones ni impaciencia para grandes y espectaculares proyectos, derramó toda su experiencia de Dios, guardada en el rescoldo de su alma, «que había subido al cielo» muchas veces y que rezumaba gracia de Dios.
En la Roma de su tiempo, Felipe representó el Santo que, sin lamentar males pasados ni edificar ensoñaciones imposibles, supo, sin embargo, anclarse en el presente, no como una limitación inhibitoria, sino porque, desde la fe, el presente es lo que más se parece a la eternidad, que él mismo comenzaba a vivir, y que sólo tiene presente. Presente y presencia divina, caminar por la tierra pero con el corazón subiendo al cielo, y tratar con los hombres de Dios, habiendo tratado antes con Dios de sí mismo y de los hombres. La hora es el ahora. El Concilio Tridentino, celebrado entonces, promulgaría decretos reformadores de indudable repercusión, pero repercutiría todavía más la vida y el ejemplo de los santos contemporáneos, y Felipe fue el santo de Roma para aquella hora, que era una hora espiritual, como son todas las horas de Dios.
Técnica y modo de evangelización.
Hoy, aquí, habéis usado la técnica oratoriana: uniendo sus talentos, jóvenes de diversas parroquias y grupos, artistas, bailarines, músicos, cantantes y actores nos han sugerido un modo concreto de evangelización. Todos podéis hacerlo, dado que la evangelización debe insertarse en la vida cultural de una comunidad. En efecto, ¿qué es la cultura sino el conjunto de conocimientos, valores, tradiciones y modos de vida típicos de un pueblo o toda la humanidad? La cultura es la vida misma de los hombres. Por tanto, si cada uno de vosotros se esfuerza por desarrollar las capacidades que el Señor le ha dudo, se convertirán todos en evangelizadores capaces de animar la cultura de nuestra ciudad. Jóvenes de Roma, que resuenen en vosotros las palabras de Jesús: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Acogedlas como hizo san Felipe Neri en aquella noche de Pentecostés, en las catacumbas de San Sebastián, convirtiéndose en apóstol de Roma, en el segundo patrono de Roma. Llevad a Roma la alegría de Cristo resucitado.
Juan Pablo II, Pascua de 1995
{15 (87)}
6. ESTADOS DE VIDA EN LA IGLESIA
● «Vuelto Jesús y viendo que le iban siguiendo, les dice:
¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido quiere decir "Maestro"), ¿dónde moras? Díceles: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y se quedaron con él aquel día. Sería la hora undécima» (Jn 1, 38-39).
● «Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y vuelto acá, sígueme» (Mt 19, 21).
«Jesús les dijo: En razón de vuestra dureza de corazón os escribió Moisés este precepto. Mas desde el principio de la creación hombre y mujer los creó Dios. Por eso dejará el hombre a su padre y madre, se unirá a su esposa, y serán los dos una sola carne. Lo que Dios, pues, unió el hombre no lo separe» (Mc 10,5-9).
● «Y respondiendo le dijo Jesús: Marta, Marta, te inquietas y te azaras atendiendo a tantas cosas, cuando una sola es necesaria. María ha escogido para sí la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42).
● «Dicente los discípulos: Si tal es la situación del hombre respecto de la mujer, no vale la pena casarse. Él les dijo: No todos son capaces de comprender esta palabra, sino aquellos a quienes se ha dado» (Mt 19, 10-11).
● «En verdad os digo que esta viuda pobre echó más que todos; pues todos echaron en las ofrendas de Dios lo que les sobraba; pero ella, de su indigencia, echó todo lo que tenía para vivir» Lc 21, 3-4).
{16 (88)}
7. El Oratorio, menos clerical
CUANDO en el Código de Derecho Canónico se habla de las formas de vida evangélica aprobadas por la Iglesia, evita lo más posible multiplicar clasificaciones, pero hay una, heredada de la anterior legislación, insatisfactoria para los modernos canonistas, pero que de momento parece prácticamente inevitable: es la que establece la diferencia entre dos grandes clases de obras o institutos que siguen los consejos evangélicos. Estos tipos reciben el nombre de clericales y laicales, según que por su naturaleza, índole y fin, incluyan o no el ejercicio del orden sagrado.
En los institutos masculinos clericales son elegibles para superiores solamente los miembros que han recibido el orden sagrado del presbiterado. Pero, a partir del nuevo Código, en algunos institutos de esta clase, en virtud de su derecho propio pueden también los laicos gozar de voz activa, es decir elegir sin que ellos sean elegibles. Esto es posible en el Oratorio. Se supera así, de alguna manera, el criterio que asocia la autoridad con el sacramento del orden.
La exclusión radical de los miembros laicos en la participación de decisiones colegiales tenía el riesgo, aunque no la intención, de llevar a la sacralización del poder; si bien, realmente obedecía al supuesto de que los clérigos {17 (89)} poseían mayor instrucción para asumir idóneamente responsabilidades comunes al participar en decisiones importantes. El problema desaparece cuando se da a todos, clérigos y laicos, la debida formación e instrucción que les capacita y homologa entre sí.
El nuevo Código (1983), al mencionar esta doble clasificación, advierte (c. 588) que, por naturaleza, el estado de vida consagrada (o llamada también evangélica), no es ni clerical ni laical. Y es en el c. 573 donde se da una descripción de qué entiende la Iglesia por esta vida o estado reconocido y amparado en su ley, porque le atañe puesto que pertenece a su propia vida y santidad (c. 574).
Es oportuno recordar que las primeras formas de este estado o vida de seguimiento de Jesús por los consejos evangélicos, apenas habrían permitido esta clasificación, porque la inmensa mayoría de sus miembros —nos referimos a las iniciativas solamente masculinas― carecían del orden sagrado: así los Padres del desierto, y el mismo san Benito, fundador del monacato occidental, y ni san Francisco de Asís, ya en el siglo XIII, habían sido ordenados presbíteros, y figuran, no obstante, en la lista de los más grandes fundadores. Fue en el siglo XVI, durante la Contrarreforma, que se potenció el significado del orden sagrado y con ello se desarrolló la dignificación de los ordenados, no sin que en ello se arrastraran algunas ideas y formas feudales, de las cuales perviven todavía ciertos detalles sublimados en el rito sacramental de la ordenación.
Pero actualmente, sin que mengüe el respeto por el sacramento del orden, se acentúa la responsabilidad de servicio en quienes lo reciben, según el aserto de san Agustín cuando afirmaba «Soy obispo para vosotros, pero soy cristiano con vosotros». Y se refería a todos los bautizados.
{18 (90)} San Felipe, en pleno Renacimiento, cuando decidió entregarse totalmente a Dios, no pensó, en un primer momento, hacerse sacerdote, a pesar de llevar una vida de oración y apostolado, y haber hecho, sistemáticamente, estudios de la teología católica. Pensó que no le era necesario, o que, como seglar, tal vez podía llegar a más lugares para hacer el bien. Después fue convencido para que recibiera la ordenación sagrada, y se ordenó siguiendo el consejo que recibió de Persiano Rosa, su mentor espiritual.
De su celo y abnegación surgió, sin haberlo programado previamente, la que sería su obra genial, el Oratorio. No porque hubiese intentado convencer a algunos de sus hijos espirituales más fervorosos y proponerles que se hicieran sacerdotes para su proyecto apostólico, sino que, puesto a servir a cuantos se acercaban a él, no daba abasto, y fue entonces cuando, primero a uno, después a otro, y otro, y más... según la necesidad de ser ayudado en su apostolado, iba llevando a los más fervorosos de sus discípulos a que recibieran el sacramento del orden. No porque anduviera, en primer lugar, buscando a quien convencer de que tenía vocación, sino porque la conveniencia y necesidad de las almas que acudían necesitaban, como la mies de la parábola, más obreros, La experiencia transitoria de sus primeros discípulos en San Juan de los Florentinos, se debió, en buena parte, a que no cabían en la no espaciosa casa de San Jerónimo de la Caridad. ¡Respiraron al conseguir casa propia, en la Vallicella, y pudieron dejar la iglesia nacional de los florentinos!
Por eso decía san Felipe que él no había fundado el Oratorio; que había sido inspirado por la Virgen y fundado por el Espíritu Santo; que si tuviera que poner un nombre a los suyos, les llamaría hijos del Espíritu Santo. San Felipe no concibió nunca una comunidad de sacerdotes sin que {19 (91)} tuviera que atender su obra, el Oratorio, y no nos equivocaríamos si afirmáramos que habría preferido un Oratorio (pueblo seglar sobre quien se ejerce el apostolado según su estilo) sin comunidad sacerdotal, a una comunidad sacerdotal sin Oratorio de seglares, o secular como originalmente se le llamaba. El ideal, no obstante, era que hubiera una comunidad ―Congregación― de sujetos ordenados junto con otros que no lo fueran, pero todos comprometidos en el servicio del Oratorio.
Por eso creemos poder afirmar que, en una época de reformas tirando a clericales, la obra de san Felipe lo fue bastante menos que otras.
«PENSAMIENTOS».
JOHN HENRY NEWMAN.
Con este título acaba de aparecer, publicado por Editorial Claret, de Barcelona, un pequeño libro que juzgamos muy útil para iniciarse en el conocimiento de John Henry Newman. Contiene una selecta antología de sus pensamientos, elaborada por el P. Charles Stephen Dessain, del Oratorio de Birmingham, biógrafo y estudioso del gran convertido de Oxford. Lleva una introducción de Mons. Jean Honoré, arzobispo de Tours y reconocido newmaniano.
{20 (92)}
8. Conmemoraciones
NECESITAMOS las conmemoraciones no para recordar historia y convertirla en heráldica blasonada, sino para recoger lo todavía vivo y vivificador en esa historia y hacerla nuestra, contemporánea, como lo que concierne a nosotros mismos, en nuestro tiempo y nuestra circunstancia.
Lo demás sería vanidad, incluso a nivel simplemente humano, si la memoria la dedicábamos a sólo quitar el polvo de la fosilización del pasado, sea de los éxitos o fracasos de los hombres, de sus héroes o de sus santos.
La Iglesia conmemora constantemente a Cristo, perviviente en su misterio, con una memoria de presente, como vivencia mantenida y celebración que no se agota, con sabor continuo de novedad, desde la interioridad espiritual hasta su proyección en la vida, ideales, obras decisiones de los que perseveran en la fe de Cristo y la gracia del Bautismo.
Por esto, los cristianos, en nuestras conmemoraciones, vinculadas siempre a la providencia divina, cuando recordamos el ejemplo y las obras de los santos, nos detenemos en lo que de ellos queda y el tiempo ha guardado para nosotros, como herencia continuamente renacida, en el huerto cerrado de la juventud inmarcesible de la Iglesia. A ello nos invita, a los oratorianos, el IV Centenario de la muerte de nuestro Padre san Felipe Neri, que ahora acabamos de celebrar.
El calendario que divide la medida del tiempo es siempre convencional, como las etapas en que podemos detener nuestra memoria; podríamos fijar más fechas y centenarios y, de acuerdo con otros repartos, proclamar más conmemoraciones, aun a riesgo de trivializar la bondad de lo que celebramos.
Sin embargo, siempre que hayamos decidido optar por una fecha, en aniversarios, jubileos, siglos o edades, sacaremos un beneficio espiritual si, dejando la hojarasca de los homenajes que no superan la precariedad de la pompa mundana, tales conmemoraciones nos estimulan para renacer a ideales que se {21 (93)} nos olvidaban, todavía vigentes, pero que nos urgen porque son como las herencias que comprometen y que el paso del tiempo, tanto si lo dividimos en siglos como en días y horas, no invalidan ni disminuyen su fuerza mística y carismática original, para cada uno y para todos cuantos, en constelaciones ordenadas por la Providencia, hayamos sido vinculados en los pequeños universos del vasto campo de la Iglesia, en la que, mientras miran a Dios y andan la vida, paso y camino casi se identifican.
Es verdad que, en el surco del tiempo, germinan las semillas y se recogen las cosechas, pero también, al mirar demasiado a la tierra, se oxidan los ideales o nos distraen las baratijas que entretienen desperdiciando fuerzas que no dedicamos al tesoro escondido, que lo merece todo. Por eso las conmemoraciones, el hacer presente una y otra vez el arquetipo de lo bueno y verdadero, son celebraciones legítimas, para agradecer dones que parecen antiguos, a pesar de que llevan el sentido vivo y real de lo presente. Es la hora ―lo es siempre, mientras vivimos― de corregir errores y crecer en fidelidades.
El padre Consolino, discípulo predilecto de san Felipe, gozaba en la celebración de las fiestas, imitando en esto a su santo maestro; pero como éste, sabía combinar el gusto por la fiesta ―que es como una pregustación del cielo ―con la desconfianza a la pompa y grandiosidad de las ceremonias excesivas, teatrales. Sería un estudio, todavía por hacer, el recoger los signos de la austeridad relativa a las celebraciones del culto, en la Vallicella, impuesta por san Felipe, en contraste con la suntuosidad renacentista. Siempre, sin embargo, con el buen gusto de la proporción y la serenidad que posee la verdadera belleza y la inspiración del arte.
Las celebraciones demasiado grandiosas suelen agotarse en el cenit perdido de su propia altura; perdura el nombre y la referencia pero, con frecuencia, olvidan su significado muchos de los mismos que lo glorificaron. Así pasan las glorias del mundo.
En lo que se refiere al IV Centenario que acabamos de celebrar, podemos afirmar que, por lo general, no se han cometido exageraciones ni proclamado triunfalismos implícitos, tanto en los distintos Oratorios, como en las obras que, a lo largo del tiempo, se han inspirado en nuestro Santo. Además, habría sido impropio y el Oratorio tampoco alcanza la dimensión de las grandes órdenes o congregaciones de la Iglesia, aunque sería injusto no reconocer que, dentro {22 (94)} de ella, constituye, sin orgullo lo mismo que sin falsa modestia, un "tipo" específico y original entre las demás formas de vida evangélica, que la Iglesia ha bendecido y custodiado a lo largo de su historia. Lo cual, por otra parte, nos obliga todavía más a la fidelidad como, llegado el caso, nos recordaría de nuevo Baronio, cada vez que nos representáramos el modelo «unde excisi estis, es decir, de donde fuisteis ―o fuimos― cortados y moldeados, como tallados de una roca, de cantera inagotada (conf. Is 51, 1-2).
Entre todas las experiencias y actos especialmente vinculados a la celebración de este año jubilar dedicado a san Felipe, destacaríamos la gran audiencia del papa, en el mes de abril, con más de diez mil jóvenes de las parroquias y otras asociaciones de la ciudad de Roma, un grupo de los cuales representó una escenificación sobre la figura de san Felipe, titulada «Paraíso, paraíso», lo cual constituyó «una fiesta de alegría y oración» y una «experiencia gozosa», tal como la tituló «L'Osservatore Romano, al encabezar dos de sus páginas de las dedicadas a este encuentro.
También en Roma, otro momento entrañable fue la Eucaristía junto al sepulcro de san Felipe, presidida por Juan Pablo II, en la Vallicella, u Oratorio romano, como culminación de todos los actos celebrativos.
Pero como señalábamos en otra ocasión, este año ha sido bendecido, puertas adentro de la familia oratoriana, por el nacimiento de otra Casa de san Felipe Neri, en el extremo sur-occidental de la populosa ciudad de México, que ha añadido al nombre de san Felipe, el de Oratorio de N. Sra. de la Paz.
En este nuevo Oratorio ha habido ordenaciones; también en el mexicano de La Profesa y el de Orizaba.
Y otras en Europa: en el Oratorio de Viena, en los italianos de Biella y Mondoví y, en España, en el de Albacete. En conjunto, dos nuevos diáconos y once presbíteros.
Que todo alabe a Dios.
Todos los fieles, hombres y mujeres, cuando por la mañana se levanten, antes de emprender cualquier trabajo, se lavarán las manos y rezarán a Dios; y, de este modo, se dispondrán a trabajar. Si se hace alguna instrucción de la palabra de Dios en el templo, acudirán allí, pensando en su corazón que es Dios a quien oyen y quien instruye.
San Hipólito, s. III.
San Felipe Neri.
San Felipe Neri comenzó su apostolado estableciendo con los jóvenes vínculos de verdadera amistad, hecha de conocimiento personal y de escucha atenta de cada uno, iluminando las mentes con el anuncio de la verdad de Cristo, y proponiendo a todos la piedad eucarística, la caridad para con el prójimo y la dirección espiritual. Fue a partir de los jóvenes que reconstruyó el corazón de esta ciudad de Roma, llamándolos a vivir la santidad, para lo cual utilizó el arte, la música y las visitas a los monumentos de la Roma cristiana, infundiendo en todos la alegría y el espíritu de oración.
Porque decidme, queridos amigos, ¿qué es la santidad sino la experiencia gozosa del amor de Dios y del encuentro con él en la oración? Ser santo significa vivir en comunión profunda con el Dios de la alegría y tener un corazón libre de pecado y de las tristezas de este mundo, y una inteligencia que se vuelve humilde ante él.
JUAN PABLO II, Pascua de 1995