Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 302. SEPTIEMBRE-OCTUBRE. Año 1995
0. SUMARIO
SOCIOLOGÍA y teología ―¡y Evangelio!― se enfrentan y padecen cuando abunda a la ligera la proclamación del nombre "católico" y mengua el de "cristiano". Este compromete a más y supera el significado del primero. Además, para que este nombre no sea trivializado, debe incluir la pertenencia al discipulado de Cristo, no como una adscripción simbólica o disciplinaria, sino afectiva, libre, concreta y vital, para ser, en él, hermanos de los hombres e hijos adoptivos de Dios, por la gracia que nos viene del mismo Jesucristo, primogénito del Padre. Discípulos de Cristo, hermanos de los hombres, hijos de Dios, cristianos... y, como último adjetivo, católicos. Esto es lo que "hace" Iglesia.
PEDID Y SE OS DARÁ
LIBERTAD
LA MONTAÑA RAJADA
LA BIENAVENTURANZA DE LA LIBERTAD
MIL MILLONES DE CATÓLICOS
VIVIR EN LA FRAGILIDAD
{1 (97)}
1. Tiempo de oración: PEDID Y SE OS DARÁ
LA CONCIENCIA me dice, oh Dios mío y Padre omnipotente, que la tarea principal y el mayor deber de mi vida es que mi pensamiento se ocupe en ti y que todas mis palabras hablen de ti, porque el uso de la palabra que tú me has concedido no puede traer ningún beneficio mayor que el de servirte, dando testimonio de ti y haciendo que los demás te conozcan como tú eres, es decir, como Padre del Dios Unigénito, y mostrarlo tanto a los que te ignoran como a los que te rechazan y niegan. El propósito de mí voluntad consiste solamente en esto.
Me doy cuenta que necesito, y por esto te pido auxilio y recurro a tu misericordia, para que, con el soplo de tu Espíritu, llenes la vela de nuestra fe, desplegada para ti, al proclamar lo que creemos, y nos impulses en el curso de la predicación iniciada. Creemos que lo hemos conseguir porque tú mismo nos lo prometiste, diciendo: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá» (Lc 11,9).
San Hilario de Poitiers, siglo IV 2 (98)
{2 (98)}
2. Libertad
NADA ambiciona tanto el hombre como su libertad. Ese anhelo lo ha sembrado el Creador en el espíritu de las inteligencias creadas, que sólo pueden ejercer de personas en la medida en que gozan de la condición de libres. Dante, que padeció en sí mismo la maldición y el exilio por defender la propia, decía que «por la libertad se muere» ―el hombre «per lei vita rifiuta»―. Pero igualmente no es menos cierto que todo ser que no tenga dañada su inteligencia o disminuido su sentido moral teme cuando llega el momento de tener que asumir la responsabilidad de las propias decisiones, o incluso de las que puedan tomar los que legítimamente le estén cometidos y escapan de su dominio. Nadie niega el principio de la libertad del hombre, pero sobran ejemplos en los que, con la invocación de este principio y manipulación de su 190, se han cometido grandes atropellos. Lo cual nunca justifica que pueda ser negado.
La fe y el amor sólo pueden darse en el ser libre: el testimonio del buen ejemplo puede actuar de estimulo para creer, como el escándalo puede turbar a los más débiles; pero ni el bien ni el mal de los demás son decisivos a la hora de creer o negarse a aceptar a Dios y reconocerlo personalmente. La fe es una virtud sobrenatural cuando la adhesión al Altísimo tiene su fundamento en el mismo. «Ya no creemos por tu palabra, sino por lo que nosotros hemos oído y conocido de él», dijeron los samaritanos a la mujer que les había hablado de Jesús. Y lo mismo el amor, que no puede ser verdadero amor cristiano, si no es afecto libre y desinteresado, puesto en Dios. Por eso, el primer acto de fe y el primer amor son siempre un don divino, que el hombre recoge o rechaza, para lo cual es espiritualmente libre.
Será bueno recordar aquí la distinción que establece el psicólogo Erich Fromm, * propósito de la libertad "de" y libertad "para". Si lo aplicamos a nuestro caso: la primera representa una voluntaria desvinculación de cuanto esté fuera de nosotros mismos la cual, a la postre, entra en contradicción con nuestra naturaleza comunicativa, que se estrella en el egoísmo; la libertad "para", en cambio, a partir de la propia {3 (99)} conciencia, dispone a la comunicación, a la entrega generosa, al ideal, al enamoramiento. La primera es negativa y conduce a la esclavitud a las propias pasiones; la segunda es comunión enriquecedora y creativa. En ésta, incluso lo que pueda parecer fracaso es, más allá de las meras apariencias, purificación de la fe y del amor, que no dependen de los agentes externos, sino que nos une y asemeja a Cristo, y, merced a su Espíritu, crecemos en libertad (conf. 2Cor 3, 17), la libertad de hijos de Dios.
Una fe siempre a remolque de los demás; un sentimiento que llamemos amor, pero que dependa de las simpatías y de los consuelos y halagos humanos, ni serían fe, ni amor cristiano, y sí, tal vez, esclavitudes disfrazadas, incluso, de religiosidad.
Distracción ideológica, enajenación afectiva.
La libertad es el don más puro que hemos recibido de Dios para que podamos alcanzarle a él, porque estamos llamados a una comunión sin mediaciones interpuestas entre él y nosotros, como dice Newman. Educarnos para esa libertad abierta a él, no despreciar los estímulos con que él mismo nos conduzca; pero es preciso hilar muy fino, para no detenernos en los medios, ni porfiar dando vueltas a la noria sin fin, sin alcanzar jamás centrarnos en él. Teresa de Jesús decía que lo mismo quita la libertad para que vuele un pajarillo, atarle las alas con una cinta de seda que con un hilo finísimo. ¡Tan delicada es la libertad del alma! Los verdaderos santos sólo alcanzaron a Dios desde la libertad por la que eligieron y se unieron a él. No pensaron que les empobrecía lo que a nosotros nos parece empobrecimiento, pero que ellos consideraron como una conquista de mayor agilidad para llegar a Dios.
¿Qué es la Iglesia?
Ante todo, la Iglesia es la fe: una fe vivida, confesada, litúrgicamente celebrada (los sacramentos), y predicada. Esta fe  es, inseparablemente, actitud profunda de apertura a Dios — "credo in Deum", creer hacia Dios― y credo, es decir, determinación de un contenido. Esta apertura exige comprobar las dos cualidades, entre las cuales puede existir una tensión, de pureza y de plenitud. La pureza se verifica en los orígenes normativos; la plenitud exige una fidelidad lúcida al desarrollo auténtico tomado por la fe en la vida de la Iglesia a través del espacio y del tiempo. Y es en este punto en el cual se sitúa la Tradición.
Los Padres ocupan una posición selectiva. El Vaticano II, sin haber producido dogmas propiamente dichos, ha expresado la fidelidad de la Iglesia en este momento de su historia asistida por el Espíritu Santo.
Card. Yves Congar, O. P.
{4 (100)}
3. «LA MONTAÑA RAJADA»
Del oratorio musical «San Felipe Neri» del P. Alessandro Naldi.
¿DE QUÉ sacrificios no sería capaz el corazón de un padre con tal que pudiera asegurar el porvenir temporal de su hijo? El padre de Felipe supo desprenderse del suyo tan amado porque creyó que en San Germán, cerca de su pariente, le sonreiría la fortuna. Pero ¿de qué abnegaciones no es capaz el corazón de un santo, con tal que con ellas más plena y más libremente pueda amar a Dios? A Felipe, su padre le había dejado, con heroica renuncia, para el mundo, queriéndole hacer un bien; pero Felipe quiso dejar el mundo para entregarse libremente a Dios, que es el Sumo Bien. Esto quiere describirnos el P. Alessandro Naldi en la segunda cantata de su Oratorio, titulada LA MONTAGNA SPACCATA.
No muy lejos de San Germán, junto al puerto de Gaeta, se alza un monte, como cortado a pico sobre el mar, que, por tener tres hendiduras, causadas, según piadosa tradición, por el terremoto que siguió a la muerte de Jesús, era llamado, en tiempo de san Felipe y {5 (101)} ahora, la «Montaña rajada». Una pequeña capilla circular se yergue sobre un enorme peñasco que, desgajado de la cumbre del monte, cayó y se clavó dentro de la hendidura mayor, a modo de arco de puente. Los biógrafos del Santo nos dicen que, mientras Felipe estuvo en San Germán, no solamente acudía con frecuencia al vecino monasterio de Monte Cassino, sino que también debió de ir más de una vez hacia aquel paraje maravilloso, capaz de evocar la belleza del Paraíso terrenal, donde podía abismarse en la inmensidad del mar siempre inquieto, o saciarse del espectáculo bellísimo de llanuras y valles, ricos en viñedos, perfumados de naranjos, plateados de olivos, exuberantes de belleza y color, cuya vegetación llegaba hasta el mismo borde de aquellas agrestes peñas, donde los verdes pinos, empujados por el viento, parecían inclinarse a contemplar en el espejo de las aguas marinas, la clara y limpia bóveda del cielo azul. Pero, aún más, su corazón podía admirar la grandeza de Dios, por tantas maravillas pregonada.
Y, sin duda, sería también este lugar solitario, abierto a dilatados horizontes circundados de paz, el mejor refugio de su anhelante corazón, siempre ansioso de algo muy grande, que no podía darle la fortuna, y de una felicidad que superaba los goces terrenos. Ante la venerada imagen del divino Crucificado, al que estaba dedicado aquel sagrado recinto, ¡cuántas veces se hincaría de rodillas, con vehementes súplicas, el adolescente Felipe, en busca de una orientación definitiva para su alma! Aquella silenciosa capillita, suspendida entre el cielo y la tierra, recogería a menudo, durante las luchas de esta crisis de crecimiento espiritual, junto con el chisporroteo de la lámpara siempre encendida, los suspiros del corazón inflamado de Felipe, que, si bien era sensible a las tendencias y a los afectos legítimos de la tierra, ya era inconquistable para el mundo, porque le consumía interiormente la llama del amor de Dios. Por este amor sabría añadir, a los desprendimientos ya consumados, nuevas renuncias y la valentía de ánimo para enderezar sus pasos hacia donde el Señor le llamaba.
Pero no sería antes de vencer la última tentación mundana, que tuvo como escenario este lugar paradisíaco y que venció a los pies del divino Crucificado. La tentadora SERPIENTE ve venir a Felipe y se alegra, presintiendo conquistarle:
¡Oh mar azul, oh claro y limpio cielo,
oh sol luciente, oh primavera en flor!
{6 (102)} Envuelto en vuestra luz viene a vosotros
Felipe austero
¡A sus oídos
mi voz más dulce
llegará como
rumor de viento y murmurar de flores!
VOZ DEL VIENTO
Cruzo mares y montes: soy el viento.
Siempre agitado, no me canso nunca.
Esparzo con mi soplo niebla y nubes;
renuevo con el sol, sobre la tierra,
la creación entera que la adora,
y sin ser visto, lo contemplo todo.
FELIPE
Quisiera ser y obrar como hace el viento.
VOZ DEL VIENTO
¿Por qué no sigues, pues, por mis caminos,
surcando mares hacia ignotas playas?
Yo sé donde se esconden los tesoros:
perlas, diamantes, bálsamos, perfumes,
¡Oh cuánto bien harías en la tierra,
si a tu bondad añades la riqueza!
FELIPE
Arde en mi corazón sólo la llama
del amor a los hombres y a mi Dios.
VOZ DEL VIENTO
Así ¿qué esperas? Déjate llevar.
MURMULLO DE LAS FLORES
Desconocido el pobre, aquí en la tierra,
aunque quisiera, poco bien difunde.
Mas a nosotras, ricas como somos
de los colores que nos brinda mayo,
nos dan su dulce amor las mariposas
{7 (103)} y el beso a las abejas fecundamos.
LA SERPIENTE
¡No pierdas tiempo, vuelve a San Germán;
y luego cruza el mar, prueba fortuna!
¡Esta rica llanura, estos collados
de risueños viñedos serán tuyos!
VOZ DE LOS PINOS
Pero, después?... Felipe, óyenos,
que siempre somos verdes, mas torcidos,
porque al viento creímos, y empujonos
al borde de este mar jamás calmado.
La riqueza del mundo es toda vana.
MURMULLO DE LAS FLORES
Sois todo agujas. Os mostráis celosos
porque no poseéis nuestra belleza.
VOZ DE LOS PINOS
El corazón ingrato ignora siempre
que la alegría oscura de que vive
con lágrimas ajenas fue comprada.
FELIPE
¡Oh dulce Jesucristo, en cruz clavado!
¡Perdóname!, ¡tu amor solo me basta!
¿Por qué habré de pensar en goces vanos?
¿Por qué soñar en riquezas mundanas
si Tú, por nuestro amor, te hiciste pobre,
oh dulce Jesucristo, en cruz clavado?
LA SERPIENTE
En vano yo luché: él ama a Cristo.
¡Por este amor otra vez has vencido!
Ahora ya eres digno de la gloria.
Mas la victoria, ¿dónde has de alcanzarla?
¿Dónde se cumplirá tu santo sueño?
En Roma, en Roma, allí do se hace grande
todo el que por Jesús desprecia al mundo.
{8 (104)} VOZ DEL VIENTO
A Roma, a Roma, Roma.
VOZ DE LOS PEÑASCOS
Oh flor de Dios y soplo de su espíritu,
llegó por fin la hora de dejarnos.
Fieles hermanos tuyos, te elevamos,
como un altar, nuestros picos rocosos.
Te aguarda en Roma la suprema prueba.
Sé firme en el amor como nosotros:
¡que te hinche el corazón y te lo rompa!...
Lo encontrarás entero en la otra vida,
cuando el amor, con dolorosa espada,
divida con la muerte carne y alma.
MURMULLO DE LAS FLORES
Nuestra belleza dura un solo día,
mas tú serás corola sempiterna.
VOZ DEL VIENTO
El mar que surcarás no será calmo,
porque un soplo divino tu alma empuja.
VOZ DE LOS PINOS
Nuestro verdor será el más bello símbolo
de esperanza y amor para tu vida.
En adelante, cuando Felipe contemple la imagen de Jesús Crucificado, no podrá contener las lágrimas... Y su corazón, fuerte más que una peña, contra los embates del mar de las pasiones, se quebrará, no obstante, se ensanchará hasta romperle materialmente el pecho que lo alberga, de tanto amor de Dios, y temerá morir antes de tiempo, consumido por el fuego de esta divina llama.
Lo que se ve de la Iglesia no es su totalidad, sino sólo su parte exterior, Cuando decimos que Cristo ama a su Iglesia, lo que expresamos no es que el ama algo de naturaleza terrena, sino el fruto de la misma gracia de Cristo en innumerables corazones.
John H. Newman, C. O., O. S., 57
{9 (105)}
4. La bienaventuranza de la libertad y san Felipe Neri
SABEMOS que san Mateo no agota el número de las "bienaventuranzas" con las ocho con que principia su narración del Sermón de la Montaña. A lo largo de los textos evangélicos encontraríamos varias más. Las bienaventuranzas son, más que un tratado de virtudes, promesas de felicidad para los que recojan el espíritu que proclaman. Si tuviéramos que sintetizar muy brevemente el espíritu de san Felipe Neri, podríamos hacerlo a partir de las bienaventuranzas.
Carlo Gasbarri, uno de los oratorianos que más ha escrito, en nuestros días, sobre san Felipe, se detiene en la primera ―la pobreza―, para referirla al santo, e inmediatamente transforma su nombre para llamarla "libertad". Felipe es pobre para ser libre. Se trata de una pobreza primeramente sufrida, en la propia vida familiar que decae de rango, aunque la suerte del joven Felipe quedara abierta a una perspectiva afortunada al ser prohijado por unos parientes ricos. Pero, enseguida, será una pobreza elegida voluntariamente, para asegurar su libertad y poder dedicarse totalmente a Dios. Con este sentido, no tarda en abandonar la protección ofrecida y se dirige a Roma.
Podría sorprendernos que eligiera precisamente Roma, si tenemos en cuenta que todavía ocupaba la silla de Pedro el papa Clemente VII, el cual, junto con el emperador, era el causante de la pérdida de las libertades de la ciudad de Florencia; desastre, {10 (106)} para los florentinos, que venía a rematar lo que podía presentirse después de la condenación a la hoguera del fraile Savonarola, unos años antes, por mandato de un papa anterior, Alejandro VI. En nuestros días, creyentes y no creyentes se escandalizarían. Felipe no es en absoluto indiferente cuando se entera, o contempla tales escándalos, que no eran los primeros ni serían los últimos de la historia. Aunque todavía joven, Felipe es ya un hombre de fe, y esta fe resiste la prueba del escándalo y amará Roma porque en ella se guarda el testimonio de muchos santos las reliquias de los primeros mártires.
Precisamente, cuando puso los pies en la ciudad con el propósito de quedarse en ella, pudo contemplar un espectáculo insólito:
la expulsión de los "capuchinos" por orden del mismo papa Clemente VII. A duras penas habían obtenido su aprobación, pocos años atrás, cuando quisieron hacer legal su "vuelta al Evangelio"
pero el ejemplo de su vida —«Evangelium sine glossa», como había expresado san Francisco de Asís― ponía en evidencia, aun sin pretenderlo, la relajación de clérigos y prelados, y empleados curiales, de la Roma de aquellos tiempos, en la que era difícil, con frecuencia, distinguir entre celo religioso o diplomacia política, cuando más se alardeaba de servir a la Iglesia, y la verdad era que resultaba utilizada por los poderosos, aunque adulada, pero a la vez secuestrada como poder manejado en el propio interés del más fuerte.
La idea de "cristiandad estaba amenazada por la presión que, desde oriente, {11 (107)} ejercían los turcos, que habían llegado hasta las puertas de Viena. Y contestada por la rebelión protestante en occidente. A la vez existía la crisis de santidad, que era más urgente, aunque menos sentida, por la relativa valoración más política que evangélica del crecimiento y desarrollo de la Iglesia.
Muchos invocaban una verdadera reforma de la Iglesia, o pedían la convocación de un concilio, que al fin tuvo efecto, aunque no sin dificultades, debido a la intervención del emperador, que lo condicionaba. Es verdad que se abrían esperanzas de crecimiento del número de fieles por las noticias que llegaban a Europa sobre los continentes descubiertos, cuyos habitantes eran apresuradamente bautizados. Pero ello no ocurría sin que se cometieran verdaderos genocidios culturales y graves expolios y violencias, por parte de los conquistadores, cuyo recuerdo sería una falsa o ambigua gloria para los europeos, a la vez que una semilla de resentimientos para los conquistados y 13 sometidos. Estadísticamente el número de cristianos crecería, pero a costa de no pequeñas contradicciones.
Ese panorama podía conocerse mejor en Italia que en otro país de Europa, y mejor en Roma que en otra ciudad de Italia. Y era el panorama que tenía Felipe en pleno estreno de sus fervores de joven cristiano y deseoso de santidad, a su llegada a la ciudad consagrada como centro de la Iglesias entera. A este centro acudían no pocos ambiciosos "per far carriera", lo mismo que ocurría en otras cortes. No era éste el caso de Felipe. Más bien se sentiría identificado con aquellos "capuchinos" o franciscanos de la Observancia, que indudablemente le impactaron, pero admiró al verles cruzar procesionalmente las calles de Roma, mientras cantaban himnos religiosos y salían de la ciudad, obedeciendo el {12 (108)} mandato perentorio del papa. Pero tampoco se uniría a ellos. Es un momento en el que teme todo lo demasiado organizado y piensa en imitarles, pero individualmente. La pobreza, la oración, el desprendimiento, la consagración a las obras de bien. Otros, en la misma Roma, trazan planes apostólicos; pero Felipe nunca se sentirá llamado a fundar ninguna obra importante, ni hacerse dominico o franciscano, o benedictino... o jesuita, a pesar de que un día se le acercará san Ignacio e incluso le reprochará que «es como la campana, que llama a todos a entrar en misa, pero ella se queda siempre fuera de la iglesia». Y es que Felipe le había mandado más de una vocación, pero él se reservaba.
La biografía más documentada (Ponnelle-Bordet) sobre nuestro santo llega a la conclusión de que Felipe, no solamente no funda, ni entra en ninguna orden religiosa aunque respeta a todas, ni siquiera se ordena de sacerdote, porque quiere ser libre. Lleva el espíritu de Florencia en su corazón, y, por otra parte, todo lo que ha visto le convence que, para ser cristiano, por lo menos a él, le conviene preservar su libertad. Esa libertad que ya no es la política que había sido arrebatada a Florencia, ante lo cual él no fue nunca indiferente, como lo demuestra la devoción que siempre tuvo por Savonarola, que lo consideraba santo y mártir, sino que además, por contraste, le ayudaba a no renunciar, por nada, a la libertad cristiana del Evangelio, para quitar cualquier traba a su preferencia por la contemplación divina y por la dedicación a las obras de misericordia, libremente y sin limitaciones.
La opción que él hace de llevar una vida laical es un acto insigne de fe, mantenida con perseverancia; no una terquedad, ni inhibición egoísta que soslaya cualquier compromiso. No hace filosofía respecto a su futuro, ni hace planes. Para mantenerse austeramente, le va a bastar el oficio de preceptor de dos niños (uno de los cuales se hará sacerdote y el segundo monje) y el resto del tiempo lo dedicará al apostolado y a la misericordia, sin relegar nunca varias horas diarias de oración.
Estudiará filosofía y teología, pero un día decidirá que ya le basta y vende sus libros y deja el estudio para tener más tiempo dedicado a la oración. En él se cumplirá aquel aserto de Santo Tomás, cuando relaciona oración y apostolado: éste, el apostolado, resulta de la oración, es dar a los demás lo que se toma y aprende de ésta:
«contemplata aliis tradere».
{13 (109)} No todo son males en la Iglesia y, contemporáneos a él, tiene santos que emprenderán fundaciones para la caridad, para la enseñanza, para el anuncio del Evangelio... Felipe no se propone directamente organizar nada, aunque al fin resulta que su actividad, para atender pobres, enfermos y peregrinos, resulta extraordinaria, superada únicamente por la dedicación a la contemplación de Dios, y la experiencia de gracias místicas extraordinarias, que se esfuerza en disimular, alguna de las cuales dejará huella para toda su vida, como le ocurrió a la edad de veintinueve años, en la fiesta de pentecostés. Pocos años más tarde, un buen sacerdote amigo suyo, le insta para que reciba el orden sagrado, para lo cual finalmente se deja convencer. Ello añadirá a su vida el don de celebrar la Eucaristía y el ministerio de oír confesiones, centrado, en realidad, en la dirección espiritual. Esta viene completada grupalmente con unas reuniones informales de los más adeptos, tenidas a diario en su habitación. Todo resulta libre y espontáneo, pero crece el número de asistentes y ve la precisión que, de entre los más fieles, alguno reciba también el orden sagrado y le ayude.
Así nacerá el Oratorio, sin pretensiones de fundar nada; pero el papa Gregorio XIII toma la decisión de legalizarlo. Por lo cual, no sin razón, uno de los primeros biógrafos, Bacci, dice que san Felipe no fundó el Oratorio, sino que "lo inventó", se lo encontró sin haberlo proyectado.
Por desgracia, lo peor siempre es posible. Pero nosotros sabemos que lo mejor, un día, inevitablemente, será. Me gusta citar estas palabras, tan modestas y tan puras, de un amigo mío que no cree: «Yo no sé nada.
Me cuesta creer. Lo espero todo».
Jean Guitton, de la Academia francesa
{14 (110)}
5. MIL MILLONES DE CATÓLICOS
LO DICEN las últimas estadísticas: en el mundo hay mil millones de católicos, es decir, un diecisiete y medio por ciento de la población total. Puede decirse, con muy leve error, que de cada seis habitantes del planeta, uno es católico. Este porcentaje rozaría el doble si se incluyera a los demás cristianos, distribuidos en diversas Iglesias. Además, el cincuenta por ciento de la población mundial cree en Dios (islamismo, hinduismo, budismo...), con notable distancia a la fe en Jesucristo. Aproximadamente, una quinta parte de la humanidad es agnóstica, indiferente o atea. Sin embargo, el monoteísmo (creer en un solo Dios) abarca a católicos, ortodoxos orientales, las diversas Iglesias protestantes, judíos y mahometanos.
El nombre de católicos se adoptó por los cristianos a partir del s. II.
Primero, los discípulos de Jesús se llamaban "hermanos"; después, a partir de la comunidad de Antioquía (la primera en la que interviene san Pablo), se llamaron cristianos. Posteriormente apareció la denominación de católicos. «Mi nombre es "cristiano" —dice un Padre de la Iglesia―, y mi apellido "católico"», lo cual corresponde a la misión universal del anuncio del Evangelio a todos los pueblos y naciones, cumpliendo el encargo de Cristo. La fe en un ser absolutamente trascendente, creador del mundo y al que se supeditan las leyes de la razón y el orden moral, debe influir en el hombre, criatura racional, y, sin duda, ha influido. Aunque para los cristianos, nuestro fin no está en el mundo, y no puede acabar en él.
Si los creyentes tenemos una misión aquí, en la tierra, sólo podemos entenderla como la de la levadura, llamada a transformar la masa, y la luz que ilumina los pasos hacia Dios, la fe. Una tarea que {15 (111)} no excluye la propia conversión, que es por donde debe empezar toda orientación trascendental.
La Iglesia es el "misterio de Cristo" insertado en la historia humana, y es el "pueblo de Dios" que camina hacia él. Pero aun siendo esto lo principal porque es lo que ciertamente ha de perdurar en el cielo, mientras camina por el mundo ―mientras "esta" en el mundo, pero "no es" del mundo― necesita ordenar su actitud frente a él y su actividad evangelizadora, es decir, "anunciadora del reino de Cristo." Se trata de agradecer el llamamiento de Dios a la fe, de vivir y perseverar en la gracia, y de ser fieles, no solamente a la verdad recibida de Cristo, sino al estilo y modo que propuso y como él mismo comenzó a predicarla. Hemos de desear, con buen celo, que cada vez sean más los adoradores del Adorable, para lo cual no podemos ahorrar esfuerzo alguno, pero hemos de mantener la claridad de la mente en dos aspectos: en primer lugar, que no valen todos los medios para recoger más número o más rapidez en las adhesiones de los que se incorporen a la Iglesia.
No valen los medios mundanos, de imposición, de presión política, de seducción social, de promesas terrenas... El concilio Vaticano II ha sido bastante explícito al sentenciar que los medios de hacer bien a la Iglesia y los mismos que ella ha de utilizar son, positivamente, «solos y todos los conformes al Evangelio». Ello es lo que lleva a la paz y a la gloria de Dios (cf. GS, n. 76).
En segundo lugar, de poco serviría el crecer en número, si éste no revelara más que una adhesión sociológica, espiritualmente indiferente y descomprometida. El Bautismo no debe ser trivializado, como si se redujera a un rito mágico que acompaña la imposición de un nombre. La cantidad sólo se justifica por la calidad. Cuando decimos calidad no pensamos en la selección elitista, que, a fin de cuentas, desembocaría en el orgullo de grupo y el fanatismo farisaico. El cardenal Yves Congar, recientemente desaparecido, advertía del peligro de que en la Iglesia se dieran ramalazos de sectarismo a impulsos de un celo no evangélico. Y sabemos, también, cómo, en el siglo pasado, John Henry Newman, ya convertido al catolicismo, hacía notar que no solamente se debían preparar los hombres para la conversión a la Iglesia, sino que ésta, a la vez, debía prepararse para recibir a los convertidos; lo cual no sentó bien a los católicos conservadores, interesados en la propaganda para precipitar conversiones numerosas, especialmente de personas socialmente relevantes, para causar sensación.
{16 (112)} Nos hemos de alegrar del crecimiento numérico de los católicos.
Aun cuando en diversas zonas de la Iglesia se nota la crisis de vocaciones, no es menos cierto que, en conjunto, el número de católicos, en los últimos años, ha aumentado a un ritmo de dos millones más por año, si bien no hay que olvidar el factor vegetativo.
Conductas no evangélicas, con el pretexto de asegurar el poder y la relevancia social de la Iglesia, comprometerían la imagen que de Cristo ella debe dar, en vez de mostrar ser testimonio del Señor.
La Iglesia, además de ser "misterio de Cristo", al fin manifestado, y "pueblo de Dios" que camina hacia él, es también una realidad social, mientras transita por la tierra y, como tal, necesita de cierta estructura. Pero cuanto mayor es su crecimiento cuantitativo, mayor debe ser el celo por preservar su pureza, tanto del mensaje divino que proclama, como de los medios con que cumple su cometido.
Cuando pensamos en el aspecto jurídico-estructural de la Iglesia, hemos de hacer un acto de humildad profunda y de confianza en Dios, ante el enorme peso que recae en aquel que "la presida en el amor", teniendo que dar cuenta de este servicio; servicio que el mismo que lo asume hace que se declare "siervo de los servidores de {17 (113)} Dios". Servicio abrumador que, dicen, causó la muerte del predecesor del actual pontífice, Juan Pablo I, apenas se detuvo a pensar lo que representaba presidir y dirigir responsablemente a la entera cristiandad. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, su cabeza es Cristo, la vicariedad visible e histórica, a lo largo de los caminos del tiempo, es el Romano Pontífice, un hombre-hombre, aunque con una asistencia divina, verdaderamente excepcional, pero restringida, en cuanto tal, a las definiciones de la fe, y de la repercusión estricta de su depósito en la moral. Facultad que los sumos pontífices usan muy raramente (el último en hacerlo, una sola vez, fue Pío XII). Lo cual no debe llevarnos a actitudes sistemáticas de duda, sino, al contrario, de gratitud a la Providencia que ha conjugado, en la Iglesia de Cristo, la garantía de una asistencia que salva siempre lo esencial con la libertad para el bien.
El Romano Pontífice tiene sobre toda la Iglesia la potestad plena, suprema y universal, y ordinaria, porque va aneja con el oficio, e inmediata, porque puede ejercerla por sí mismo. Toda otra jurisdicción eclesiástica le está sometida:
millones de fieles esparcidos en diferentes diócesis y otras jurisdicciones; cuatro mil quinientos obispos, incluyendo los ciento cincuenta cardenales. Todo esto nos podría llevar a una sensación de triunfalismo, por la grandiosidad que muestra como extensión. Las estadísticas son apabullantes, pero no alcanzan lo esencial, es decir, el orden de la gracia y de la santidad.
No se debe despreciar cuántos somos, pero lo esencial está en qué somos, a pesar de que el espíritu mundano se fija más en lo primero, porque piensa poco en la eternidad.
«¿...Y después?», preguntaba san Felipe.
Desconocemos la medida de lo santo. En cualquier caso, está en precario, mientras no se ha alcanzado definitivamente a Dios. No calculemos demasiado, pero intentemos entrar en lo santo, nos diría Jesucristo, como cuando señalaba la puerta estrecha.
Difundir la alegría.
Dios ha creado al hombre para la alegría; podría decir que a vosotros, jóvenes, os ha hecho sobre todo para la alegría. Dios es alegría, y en la alegría de vivir hay un reflejo de la alegría originaria que Dios experimentó al crear al hombre.
Difundid esta alegría.
Quisiera que, entre nosotros, resonaran las palabras de Isaías, cuando dice: «Consolad, consolad a mi pueblo, habladle al corazón y decidle bien alto que ya ha terminado su esclavitud» (conf. Is 40, 1-2). Son palabras que san Felipe hizo realidad, porque supo consolar a quien era esclavo y prisionero de falsos maestros de vida, y gritaba que la verdadera libertad está sólo en Cristo, y sólo cuando el hombre acepta a Cristo en su propia vida, se pone fin a la esclavitud del pecado y de la muerte.
JUAN PABLO II, Pascua de 1995
La avaricia, decía san Felipe, es la peste del alma; quien quiera dinero nunca tendrá espíritu. También decía que hay que pagar puntualmente las deudas, y lo confirmaba con las palabras de la Escritura: «No retendrás el jornal de tu jornalero hasta la mañana siguiente».
{18 (114)}
6. Vivir en la fragilidad
SABEMOS que la vida es desprendimiento. Cada conquista nueva significa, a la vez, renunciar a algo. Para la madre, un nacimiento significa sacrificar algo de la propia vida, de la propia persona. Cada vez que se hace una elección, dejamos perder las demás posibilidades. Un día más de vida es un día más hacia la muerte. La vida es un desasimiento. Pero, al contrario, ¿no es igualmente verdad que desprenderse es vivir?
En cada momento de nuestra existencia nos estamos despidiendo de alguien o abandonamos algo.
Ello sucede de mil maneras; aunque todas revisten la forma de sufrimiento. No obstante que no amemos el sufrimiento e intentemos siempre huir de él. Y es natural porque hemos sido creados para la felicidad y para la alegría.
¿Qué podemos hacer para endulzar el sufrimiento de un adiós? Envejecer es sufrimiento, al ver que menguan nuestras fuerzas; es sufrimiento perder a una persona amada; es sufrimiento perder el trabajo, o una quiebra en el negocio, o un ultraje contra la propia reputación, o haber perdido todas las oportunidades. También es sufrimiento pasar por la experiencia de tensiones y padecer heridas en el ámbito de la Iglesia, y ver cómo decaen los valores más importantes o la misma fe, y los jóvenes que se desvían.
Es sufrimiento, en fin, nuestra propia muerte, que se acerca inexorablemente.
Para enfrentarnos al sufrimiento necesitamos algo más que recurrir a la psicología.
Todos deseamos triunfar en la vida, realizarnos; pero es aún más importante triunfar en la muerte, porque ésta constituye el momento más importante de nuestra existencia.
Y el único modo de morir bien es vivir bien. En realidad, en cada momento de nuestra vida se nos va anticipando la muerte: morimos viviendo.
¿Qué podemos hacer? Porque la muerte es un desasimiento, por lo cual, el único modo de entrenamiento para la muerte es el desasimiento. De asirse es amar: preferir a los otros ―y al Otro― mayores que uno mismo y servirles.