Compendio SUMARIOS del LAUS (1972-1995) - Cielo
Núm. 121. MARZO. Año 1974.
CUARESMA, conversión, transformación según la imagen de Cristo, porque somos ciudadanos del cielo; pero desde la tierra. Porque queremos una transformación del mundo; pero desde nosotros, desde cara hombre. Porque aspiramos a la fecundidad de la gracia sobrenatural; pero desde la naturaleza. Y amortizar el carnaval fanfárrico de un cristianismo folklórica; pero sin destruir los signos, sino purificándolos.
Difícil, pero necesario. Otra cosa, puede entretener, pero no es cristianismo.
N.º 125. OCTUBRE. 1974.
COMO las hojas que el viento se lleva, pasan los días, los meses, los años. Pasan las cosas, pasamos nosotros. Pero la vida no sólo es pasar. Vivir es estar y crecer; vivir es hacer y crear. Aunque los árboles pierdan las hojas, el viento no alcanza a arrancar las raíces. Sigue la vida también para el árbol. Las nubes de otoño no apagan el sol, ni pueden subir y arrancar las pupilas del cielo — estrellas altísimas...
Otoño es crecer todavía. Hacia dentro. Hacia arriba.
Núm. 127. DICIEMBRE. Año 1974.
NACER y novedad se parecen a Navidad. Tal vez para que aprendamos a nacer, a estimar mejor la vida de hombres, desde que Dios la ha compartido.
La vida cristiana es totalmente "vida": nacimiento, resurrección. La nada no existe y la muerte tampoco. Por esto cantan los ángeles y sonríe el mundo: ese gran portal de los vivientes que van despertándose para mirar al cielo.
Núm. 135. NOVIEMBRE. Año 1975.
SI el silencio que imponen los primeros fríos sirviera para recoger nuestro pensamiento, para encontrarnos a nosotros mismos y abrirnos al ámbito sincero de la fe, podríamos hacer la vida más hermosa y fecunda, aunque veamos ahora caer las hojas de los árboles.
No importa, no es la muerte: cuando las ramas se hacen rugosos brazos desnudos e, inmisericorde, el leñador tala el mudo ademán tendido al cielo invocando la ultima luz, no obstante, debajo tierra, silenciosamente, permanecen intactas las raíces y crecen más deprisa, para que el árbol tenga, cuando vuelvan las hojas y las flores y los frutos, el tronco más recio.
No hay muerte, no hay dolor infinito, no hay fracaso.
Todo es esperanza, dolorosa y humilde, pero inmortal.
Núm. 145. DICIEMBRE. Año 1976.
SUMARIO {T}
CUANDO Dios entra en la historia – tiempo y espacio, de los hombres, también nace". Luego acepta la humildad de morir, como los hombres; pero transforma la muerte en un supremo y glorioso nacimiento: la Resurrección.
Dios se encarna y entra en nuestra vida, y los cristianos creemos y la fe nos incorpora a la suya: renacemos después de nacer. Ya no es la vida un continuo morir, ni el hombre un proyecto para la muerte, sino un ser abierto a la bienaventuranza. Por eso los primeros cristianos llamaban, a lo que los paganos denominaban "muerte", el nacimiento para el cielo" v la "vida en Cristo". Hay dos nacimientos: el terreno y el de la bienaventuranza; para el fiel siempre es Navidad.
Núm. 150. MAYO. Año 1977
LA IGLESIA celebra las fiestas de los Santos, no para alimentar el mito a que es propenso remitirse el hombre elemental, sino precisamente para ir des montándolo, de modo que, esas figuras destacadas que nos recuerdan, al reproducirlo, el rostro de Cristo presente en su Iglesia, sean cada vez menos una substitución de los héroes mitológicos del paganismo, y nos introduzcamos en la realidad sobrenatural de aquello que la fe, convertida en vida, pudo lograr en los que de veras se han entregado al Evangelio y puede, todavía, lograr en nosotros si, como ellos, nos abrimos a la Palabra del llamamiento definitivo al bien, al Reino de Dios, sin búsqueda de prestigios que la vanidad podría sugerir incluso en las apariencias de la misma santidad, sin huidas enajenantes del deber inmediato de hombres de esta tierra, aunque para el cielo. Como fueron los santos: enamorados, realistas y sobrenaturales.
Núm. 171. NOVIEMBRE. Año 1979
LA VIDA es una maravilla y un misterio. Contemplar su proceso nos admira: participar en su movimiento, sentirnos el pulso, nos entusiasma. Somos, cada uno, una ruedecita luminosa más ―como una diminuta estrella pensante— del gran reloj del mundo. Y, para cada uno, vivir es presidir el propio camino desde el centro de la inteligencia, en el ápice del espíritu, en el tránsito hacia la inmortalidad, donde el gran artífice, el Autor de la Vida, nos espera.
Aquí todo consiste ―precariedad de lo que llamamos Vida— en un trascendental ensayo, abierto a la expectación de lo definitivo, donde la inmensa grandeza del universo y el universo de cada alma, cabrón, como gotas de rocío, en las manos potentes, sabias y amorosas de Dios. Eso que hemos contenido en llamar cielo, pero que es el calor y la trasparencia de la verdadera Vida en el regazo de la plenitud del Ser.
Núm. 198. NOVIEMBRE. Año 1982
UNA COMUNIÓN en la fe, en la oración y en la esperanza, mientras el Papa vuela por nuestros cielos demasiado rápidamente, a pesar de todo. Sabemos que su afán apostólico y nuestra vida cristiana, se expresan en una Iglesia que busca crecer en la verdad, comprometerse en la justicia, anunciar la libertad y entusiasmar en el amor. Es la Iglesia de siempre, sólo que nos parece más joven desde que le abrió caminos de renovación Juan XXIII, y sus sucesores y los fieles todos, se esfuerzan en proseguir. Es la Iglesia de siempre, desde Cristo hasta nosotros.
Núm. 219. FEBRERO. Año 1985
LA BLANCURA solitaria de los lirios en medio de los campos, el punto oscuro de los pájaros moviéndose en la libertad del cielo, la semilla humilde hundida en el silencio del surco, el puñadito de levadura mezclado invisiblemente en la mayor cantidad de la masa, la sal diminuta que se disuelve y da sabor a la comida, el vaso de agua sin precio que apaga la sed del caminante pobre, hasta la sola mirada misericordiosa, o el gesto acogedor, o el paso para recuperar al débil, o la bendición para el más pequeño, es lo que, desde el Evangelio, adquiere verdadera relevancia para Jesús, en orden al reino de Dios.
Seguramente porque lo que tiene menos cuerpo deja más lugar para el espíritu, como la llama incorporal, que reparte, sin medirla, la claridad generosa de su luz a todos los que se le acercan. Por todo esto podemos decir que «lo pequeño es hermoso»: blanco, alado, humilde, transparente, sabroso, espiritual.
Núm. 220. MARZO. Año 1985
HAY dos palabras, una en tránsito a la otra, que encierran todo lo que la Iglesia nos pide para la Cuaresma: «conversión» y «Evangelio». Ellas nos debieran bastar para recordarnos la tarea que nos compromete a no desperdiciar tiempo, fuerzas y vida.
Convertirse, volver siempre al Evangelio, «buena noticias de Dios «novedad santa» para los hombres, «anuncio gozoso» que dispone a la realización del gran proyecto de justicia y felicidad, para el mundo. Pero para un mundo renovado, de cielos y tierra nuevos, de hombre nuevo, de humanidad purificada, renacida del injerto de Dios mismo en nosotros.
Núm. 225. NOVIEMBRE. Año 1985
CRISTIANISMO, gratuidad de Dios, santidad, son conceptos centrados en Dios, el Dios del Evangelio que, en esencia, nos llama a participar de su vida, por la gracia. Por esto el Cristianismo no puede reducirse a una suerte de fenómeno producido por el acopio o transmisión de simples creaciones o experiencias del espíritu y de las fuerzas humanas. Y por esto se resiste irreductiblemente a las falsificaciones, tanto si proceden de los errores de la ignorancia ingenua, como de las inversiones interesadas del fariseísmo. Para librarnos de estos escollos, el Padre nos ha dado a Cristo, que nos alumbra con la verdad de su palabra y de su vida, seguido por todos los que han dejado que la gracia triunfe  en ellos, los santos, para quienes el cielo era el exceso debido de amor a Dios.
Núm. 234. NOVIEMBRE. Año 1986
CUANDO comienza el frío y el viento barre las nubes, el cielo es más puro arriba, en la noche, y el silencio llega más pronto para ver pasar, como luces que cierran el cortejo de los héroes de la Iglesia, los nombres de todos los Santos. Es la gran cosecha del Evangelio. Ellos han sido el cielo en la tierra.
Cuando comienza el frío, de puro instinto nos recogemos interiormente y descubrimos, dentro de nosotros mismos, más fuerte, la llamada a la trascendencia. Ellos nos dieron ejemplo.
Cuando comienza el frío, los sentidos se humillan, otra vez, y el espíritu se eleva y admira, cara al infinito, cara a Dios, desde donde ellos nos esperan.
Núm. 236. ENERO. Año 1987
ENTRE DIOS y el hombre siempre hay un camino, Hay un camino del cielo a la tierra, que es la Encarnación. Y luego un camino de Nazaret a Belén, y de los pastores al Portal, y de Belén a Egipto, y de Egipto a Galilea. Y más caminos: al Templo, al Jordán, a Caná. Caminos de Jericó, caminos de Samaria, caminos de Judea. Muchos caminos y, finalmente, el camino del Calvario.
La Resurrección, y los caminos al sepulcro, serán como una pausa luminosa, antes de que la Iglesia eche a andar. Luego habrá el camino de Damasco, y caminos a la diáspora judía, y viajes a los pueblos gentiles para llevar el Evangelio a todo el mundo. Cristiano, apóstol y caminante vendrán a ser lo mismo. Caminar será, siempre, un dejar y un buscar, perder y ganar, y hasta un morir y un nacer. Pero buscar, ganar y renacer en Cristo, será la máxima aproximación a la plenitud de la Vida, para todo peregrino de la fe.
Núm. 239. ABRIL. Año 1987
DESDE la raíz a la flor; desde la cruz ―y por la cruz― a la luz; desde la muerte a la vida; desde la oscuridad y apariencia absurda del dolor y del fracaso, al triunfo de Cristo, glorioso y radiante. Hay una lógica divina: la misma fuerza infinita y la gloria eterna de Dios, riqueza de sí mismo y para sí mismo. Y hay la sabiduría de Dios traducida en misericordia para nosotros, que nos redime y nos eleva hasta la exaltación filial.
Por todo esto, si creemos, tenemos derecho a la alegría.
Ya, lo absurdo no es el dolor, ni la muerte, ni ninguna de las limitaciones que experimentamos los hombres; lo absurdo, en todo caso, sigue siendo el pecado de la humanidad, soñadora de cielos al margen de Dios, y empeñada en hacer absoluto lo perecedero de las realidades temporales, y en reducir a ídolo el Absoluto. Si Cristo hubiese cedido a este absurdo, no habría estorbado a nadie, ni habría padecido la muerte de cruz. Con su muerte demostró que era libre de pecado, y nos liberó a todos, mereciendo y ofreciéndonos su misma libertad: la de hijos de Dios.
Núm. 245. ENERO. Año 1988
PODEMOS tomar esta vida como un espacio de tiempo para construir nuestra instalación en el mundo y asegurarla. En tal caso, el mismo trabajo es codicia, la técnica esclavitud y dependencia, los bienes que obtenemos nos despiertan el miedo de perderlos o el ansia de aumentarlos, hasta pensar que los demás nos estorban y que debernos eliminarlos. Y se pasa al homicidio de corazón y, desde él, al fratricidio y a la guerra.
Resucita Caín, que removía la tierra, buscando obtener más frutos para su codicia, mientras le crecía la envidia contra Abel, que había elegido los caminos, y contemplaba, agradecido, los dones de Dios, devolviéndole los mejores, y haciendo del tiempo y de sus pensamientos no hervor de resentimientos, sino oración y alabanza agradable a Dios. Caín y Abel, la guerra y la paz, el odio y el amor, mirar al lado o elevar los ojos al cielo, hasta mirar la tierra desde el cielo.
Núm. 248. ABRIL. Año 1988
PASAR de la muerte a la vida. Y pasar a más vida.
Cada primavera nos muestra, en el repetido despertar de la naturaleza, nuestro propio nacer y renacer a la fe, cuando ésta se proyecta vitalmente y trata de ir recorriendo el ciclo de nuestro crecimiento en Dios. Raíces más hondas y ramas más altas. Y esperanzas, como en las primeras flores de los árboles que son promesa de fruto. Para que un día «vuelva el Señor», cuando «llegue la hora de la cosecha», y se nos lleve a la Pascua del cielo, donde ya están con él los santos y los justos amigos que nos esperan.
Núm. 252. NOVIEMBRE. Año 1988
UN mundo mejor es la aspiración de todos los hombres. Sólo hace falta que lo sea la de mejorar cada uno a la vez. Un mundo mejor es el cielo en la tierra; pero el cielo no nos vendrá dado desde fuera, sino desde la aceptación interior del Reino de Dios en el alma de cada uno de los que creemos en él. Subimos con el alma y el deseo hacia Dios, y desciende él con su gracia a nuestro interior. Esto es el principio del cielo.
Núm. 256. MARZO. Año 1989
SENTIR con Cristo, siguiendo la exhortación paulina, es penetrar en su conciencia humana, asumida por la divinidad. Y, de corazón a corazón, de profundidad a profundidad, ver a Dios y ver el universo, ver a los hombres y ver todas las cosas desde Cristo, en la inmediatez de Dios, para armonizar la vida humana y temporal con la divina y eterna, desde el abismo de nuestra limitación hasta la luz esplendorosa del misterio salvador, libertador, para ser «como espíritus en el cielo», en una dimensión que supera todas las experiencias de la naturaleza, sin destruir lo que somos, sino reforzando el ser, como lo humano de Cristo cuando, resucitado, «vuelve al Padre». Sentir con Cristo es preparar este destino.
Núm. 276. MAYO. Año 1991
LA sola noticia de Dios no basta para hacer santos, aunque él siempre toma la iniciativa de mostrarse para que pueda ser reconocido a través de la fe, como gracia previa. La santidad es el resultado de una experiencia y preferencia personal por la que se corresponde al don de Dios mismo. Conocimiento, libertad y amor se ensamblan en esa correspondencia y transforman la vida, la cual se deja invadir por la fuerza de una vocación que la trasciende, y cuya última dimensión es el cielo, posesión definitiva de Dios. Los santos lo han entendido y han sido fieles a esta llamada. Luego nos han dejado «como un perfume de Cristo» (diría san Pablo), que nos atrae, y quisieran para nosotros la misma suerte que han alcanzado ellos.
Núm. 279. NOVIEMBRE. Año 1991
CONOCER, reconocer. Volver a partir siempre del descubrimiento de nuestro propio ser y del ser de Dios, y no como simple referencia mental, sino como verdad, como vida amanecida у amaneciente, como comunicación y comunión con él. Conocernos para conocerle, y conocerle más allá de la contemplación filosófica o la deformación supersticiosa. Admirarnos, agradecer y, día tras día, desarrollar el incesante crecimiento y descubrimiento de Dios en nosotros y de nosotros en él, afinando la esperanza que camina abierta de brazos para el amor total del Cielo, o del cosmos cuando, caídas las hojas doradas de lo finito, se verá la luminosidad gloriosa de Dios, eternamente, para todos.
Núm. 300. MAYO-JUNIO. Año 1995
AUNQUE no hubiera habido santos, para enamorarnos del Evangelio nos habría bastado ter, transparentada en él, la figura de Jesús, repetidas sus palabras y releídas con el corazón. Tal vez su radicalismo nos parecería exagerado para llevarlo a la propia vida: el amor a todos y a él por encima de todo, el perdón de los enemigos, la esperanza de preferir el cielo más que todo lo de la tierra; superar lo ideológico y amañado de las religiosidades y «nacer de nuevo», y estar convencidos que sin estas disposiciones no es posible alcanzar a Dios... Pero he aquí que todo esto es posible para quien lo pide a Dios, y los santos nos lo confirman. Todo esto fue para ellos, y es también para nosotros.