Los sermones aquí reunidos representan un testimonio vivo de una enseñanza que, aun en su sobriedad y sencillez, posee una profundidad que desafía el tiempo y el olvido. Pronunciados en la intimidad del Oratorio de San Felipe Neri, estas palabras fueron registradas con discreción, en un intento, quizás inconsciente, de preservar el eco de una voz que no buscaba protagonismo, sino el bien espiritual de quienes acudían a su encuentro.
Tuve noticia de estos sermones en el preciso instante en que eran pronunciados, durante la celebración de la santa misa. Entre los fieles, un modesto magnetofón capturaba cada palabra, un objeto casi insólito en un ambiente de austera solemnidad. En aquel entorno, donde el rigor litúrgico se mantenía con firmeza, la presencia de una grabadora despertaba tanto curiosidad como una cierta perplejidad, aunque no tardé en comprender la trascendencia de lo que allí se preservaba.
Poco antes del inicio de la misa, solía encontrarse el Padre Ramón a la derecha de la entrada, sentado en un largo banco adosado a la pared que hacía las veces de confesionario. En esa misma pared, apenas unos pasos más adentro, se hallaba un letrero con un aviso poco común: «No se admiten niños menores de ocho años». Esto, lejos de una exclusión caprichosa, era reflejo de la convicción de que el respeto a la majestad del culto divino debía mantenerse incólume, como bien lo reflejan testimonios históricos sobre San Felipe Neri y su comunidad, entre ellos los de Bacci en su célebre biografía, de la que se presentan a continuación algunos fragmentos ilustrativos.
La paciencia que tenía Felipe con los jóvenes cuando trataba de apartarlos del pecado era algo indescriptible. Les permitía hacer el ruido que quisieran, incluso cerca de su habitación, y cuando algunos de los padres se quejaron de su falta de discreción y los jóvenes se lo dijeron a Felipe, él respondió: «Dejadlos hablar; seguid con vuestro juego y divertíos; lo único que quiero de vosotros es que os mantengáis alejados del pecado».
Incluso les hacía jugar a la pelota frente a su habitación, para que no tuvieran necesidad de ir a otro lado. (Bacci P.G., The life of Saint Philip Neri, p. 196. London 1902, 1.2.VII).
En el memento hacía movimientos extraordinarios, incluso saltaba y se agitaba por todas partes; cuando lo percibía, pateaba con el pie, se frotaba la frente o decía al acólito: «Expulsa esas distracciones y haz salir a los mendigos», para tratar de librarse del temblor. (Bacci P.G., The life of Saint Philip Neri, p. 146. London 1902, 1.2.2.I)
Sin embargo, a pesar de toda la caridad que tenía Felipe para con los pobres, no podía soportar verlos ir por la iglesia pidiendo limosna, e incluso se levantaba él mismo del confesionario para despedirlos a la puerta, no por falta de compasión, sino para evitar que perturbaran los oficios divinos. Procedía de la misma manera con los niños cuando gritaban, y con los obreros u otras personas que hacían algún ruido que no fuera absolutamente necesario; y si oía algo de esto cuando estaba en el altar, hacía señas para que se callara. (Bacci P.G., The life of Saint Philip Neri, p. 238. London 1902, 1.1.2.XI)
La firmeza con la que el Padre Ramón defendía la sacralidad de los oficios no contradecía su caridad ni su comprensión hacia la naturaleza humana. Era consciente de que la Liturgia debía ser un espacio de encuentro genuino con lo divino, sin distracciones que desviaran la atención de lo verdaderamente importante. Esta misma convicción lo llevaba a pronunciar palabras que, aunque en apariencia severas, revelaban un cuidado auténtico por la formación y la fe de aquellos a quienes dirigía su enseñanza.
Por aquel entonces, yo residía en Madrid por razón de mis estudios y fue en esos años cuando mi inquietud vocacional comenzó a manifestarse con mayor intensidad. Encontré en un grupo parroquial universitario un espacio de acogida, en el que estábamos guiados por Santiago, un joven sacerdote cuya vocación más adelante lo llevaría a encargarse de una edición completa de la Sagrada Escritura. En este contexto de formación y discernimiento, fui llevado a conocer al Padre Ramón, cuya influencia marcaría un antes y un después en mi vida espiritual.
Mi primer contacto con él fue por medio de una carta que, con cierto pudor, me atreví a enviarle desde Toulouse, donde residía temporalmente por razones laborales. La respuesta que recibí fue inmediata y, sin imaginarlo en aquel momento, ese intercambio epistolar se convirtió en el inicio de una relación de acompañamiento espiritual que se prolongaría por años. Su guía y consejo no solo enriquecieron mi fe, sino que me brindaron una comprensión más profunda de la Iglesia y su misión en el mundo.
El Oratorio de San Felipe Neri en Albacete, erigido en 1953 gracias a la visión y entrega del Padre Ramón, se convirtió en el centro de su labor pastoral. Su compromiso con la comunidad trascendió la predicación: con determinación, renunció a cualquier tipo de financiación estatal, asegurando así que el templo y la obra que allí se desarrollaba permanecieran libres de injerencias externas. La iglesia, inaugurada en 1967, es el fruto tangible de una confianza absoluta en la Providencia y del esfuerzo conjunto de los fieles, cuya generosidad hizo posible su construcción.
La vocación sacerdotal del Padre Ramón se manifestó desde muy joven. Siguiendo el consejo de su guía espiritual, esperó hasta la finalización de la guerra para dar el paso definitivo. Durante ese período vivió episodios difíciles, como su participación en el rescate del Cuerpo de Cristo para evitar su profanación, una tarea que asumió por indicación de un sacerdote amigo, quien había escondido el copón para protegerlo. Años después, el 28 de febrero de 1943, poco antes de cumplir 24 años, fue ordenado sacerdote.
Tras su ordenación, se trasladó a Roma, donde conoció al Procurador General del Oratorio, el Padre Edward Griffith, quien más tarde sería Delegado de la Santa Sede para la Confederación Oratoriana. De aquella relación nació una profunda amistad que marcaría su destino y lo llevaría a tomar la determinación de ingresar en la Congregación del Oratorio.
¿Por qué Albacete?
El propio Padre Ramón lo explicó en una publicación conmemorativa del Oratorio (LAUS, núm. 288, junio-julio de 1993, Pequeña historia del Oratorio de Albacete: cuarenta años): «En un momento en que la relación entre fieles y sacerdotes era aquí la más desproporcionada de España: sólo unos sesenta sacerdotes (entre diocesanos y religiosos) para más de trescientas cincuenta mil almas, esparcidas en una extensión (muy mal comunicada) que triplicaba, por ejemplo, la de la diócesis madrileña…».
Esta urgente necesidad pastoral lo llevó a emprender la fundación del Oratorio en una diócesis de reciente creación. Contó con el consejo y apoyo del Padre Griffith, a quien acompañó como secretario en las labores de supervisión de las casas de la comunidad. Su orientación resultó clave para consolidar la presencia filipense en Albacete.
Allí, el Padre Ramón aceptó con humildad la misión que la Providencia le deparó, en un paralelismo con la vocación de San Felipe Neri, quien, al desear ser misionero como San Francisco Javier, fue persuadido con la célebre frase: «Tus Indias son Roma». De igual manera, él asumió su destino con espíritu de entrega, celebrando su primera misa en el Oratorio de Gracia el 14 de marzo de 1948. Finalmente, el 26 de mayo de 1967, pudo inaugurar solemnemente la iglesia.
Al asumir la tarea de transcribir estos sermones, mi intención no era otra que preservar la voz del Padre Ramón y hacerla accesible a quienes, con el paso del tiempo, aún deseen escucharla. En un principio, pensaba abordar solo unos pocos sermones, esperando que las herramientas tecnológicas de asistencia mejoraran. Afortunadamente, hoy contamos con los avances de la inteligencia artificial, lo que ha facilitado enormemente este proceso.
Sin embargo, al iniciar la transcripción, descubrí en sus palabras una riqueza que iba mucho más allá de lo esperado. No se trataba solo de algunos sermones brillantes, sino de un corpus de predicación profundamente erudito y elocuente. A pesar de mi escaso bagaje en cuestiones religiosas, me animé a continuar, apoyándome en mi experiencia en el tratamiento de la información y evitando cualquier interpretación teológica, limitándome a reflejar con la mayor fidelidad posible el contenido de las grabaciones.
En este proceso, encontré inspiración en dos pensamientos expresados en sus sermones. El primero, recogiendo las palabras de Moisés en respuesta a Aarón, que han dado título a uno de ellos: «¡Ojalá fuéramos todos profetas!». El segundo, a propósito de una cuestión recurrente: «¿Por qué la Iglesia se ocupa de la asistencia a los necesitados, cuando debería ser tarea de otros, principalmente del Estado?». La respuesta que ofrecía el Padre Ramón era clara y contundente: «Porque alguien tendrá que hacerlo».
Esta labor ha sido ardua, dada la magnitud del material, y reconozco que en más de una ocasión me planteé abandonarla. Sin embargo, la certeza de estar ante un conjunto de sermones de gran valor me impulsó a seguir adelante. Y si acaso el resultado no estuviera a la altura de lo esperado, al menos habrá servido como un homenaje y tributo a quien me recondujo a la senda del verdadero cristiano. También, de un modo más íntimo, como una forma de transmitir a mis hijos la visión de la fe que he tenido y que he ido consolidando a lo largo de este trabajo.
He procurado ser meticuloso y respetuoso, manteniendo intacta la esencia de cada homilía, sin alteraciones que pudieran desvirtuar su mensaje original. A través de estas páginas, su enseñanza se perpetúa, trascendiendo el momento en que fueron pronunciadas.
Esta recopilación ha sido posible gracias a la generosidad de muchas personas. En primer lugar, a la familia de Germán, quien, con una previsión admirable, tuvo el acierto de registrar estos sermones, conservándolos hasta que pudieran ser revisados y transcritos con la debida atención. A las hermanas del Oratorio, quienes, con la humildad que las caracteriza, confiaron en este proyecto y facilitaron los materiales necesarios para su realización. A mi propia familia, por su paciencia y apoyo incondicional en esta labor, que ha requerido tiempo y dedicación.
No puedo dejar de lado a aquellos que, aunque ya no están físicamente entre nosotros, siguen ejerciendo una profunda influencia en mi vida. Mi padre y mi tío, con quienes compartí conversaciones sobre cuestiones religiosas que marcaron mi comprensión de la fe; mi hermana María, cuyo recuerdo sigue vivo en mi memoria, y tantos otros que, como bien describe Newman en su sermón 'El Mundo Invisible', continúan presentes sin ser vistos.
También quisiera expresar mi gratitud a aquellas personas y figuras que me han inspirado a lo largo de los años. San Felipe Neri, cuya espiritualidad marcó profundamente la identidad del Oratorio; el cardenal John Henry Newman, cuya obra ha sido una fuente inagotable de reflexión; Ian Ker, el más extenso biógrafo de Newman, cuyas investigaciones han enriquecido mi conocimiento; y el Padre Murray, cuya hospitalidad en la abadía de Glenstal me brindó una experiencia transformadora.
Finalmente, quiero agradecer a quienes, en el día a día, han sido mis compañeros de camino en la fe. A Rafa, cuyo entusiasmo por la teología y la apologética me llevó a descubrir autores como Chesterton y C. S. Lewis; a Eloy, cuya claridad intelectual me ha ayudado a profundizar en cuestiones doctrinales; y a Santiago, sacerdote operario diocesano, cuya guía espiritual ha sido un referente constante.
Este trabajo es, en definitiva, un reflejo de los muchos caminos y corazones que han influido en mi vida y en mi fe. Que esta recopilación sea un testimonio vivo del legado del Padre Ramón y una herramienta para la reflexión y el crecimiento espiritual de quienes se acerquen a estas páginas.